A diferencia de la familia Visconti, que hendía sus raíces varios siglos atrás e hizo correr fabulosas leyendas sobre sus orígenes, los Sforza eran una dinastía joven a finales del XV. El fundador de la casa, Muzio Attendolo, había muerto en 1424, con lo que su nieto, el intrigante y despiadado Ludovico Sforza —apodado Il Moro por su tez morena—, no podía jugar la carta del abolengo para legitimarse al frente del ducado de Milán.
Con el objetivo de contrarrestar esa carencia, Ludovico ideó un plan en 1489: mandaría construir una gran estatua de su padre Francesco —fallecido 23 años antes—, una obra colosal que consagraría a la familia e incluso fijaría el apellido Sforza en la historia con letras doradas. Si no podían apoyarse en un robusto árbol genealógico, lo harían al menos en un monumento que sería la envidia del resto de linajes italianos.
Para dar forma al encargo Il Moro escogió a uno de los genios más brillantes y pintorescos de su corte: un elegante toscano de 37 años que, cuaderno y pluma en mano, se pasaba las tardes asomado al foso del Castello Sforzesco para tomar notas sobre el revoloteo de las libélulas. Su nombre era Leonardo Da Vinci.
Da Vinci, ¿el primero en aplicar el método científico?
El futuro padre de la Gioconda había llegado a Milán siete años antes con una lira de braccio colgada al hombro, los dibujos y bocetos que había trazado en Florencia y una carta muy similar a los modernos currículos en la que ofrecía sus servicios a Ludovico. En la misiva, después de explayarse largo y tendido sobre sus cualidades como ingeniero bélico, Leonardo mencionaba de pasada su habilidad con los pinceles y el cincel.
“Podría encargarme de la ejecución de una estatua ecuestre de bronce que otorgue gloria inmortal y eterno honor a la feliz memoria de vuestro padre y de la ínclita casa de los Sforza”, dejaba caer en su carta, como quien no quiere la cosa. Con esa coletilla el genio toscano dio en el clavo. El encargo de construir la estatua llegó años después, en 1489.
Leonardo da Vinci, el hombre universal
La forma que tuvo Da Vinci de encarar la tarea ofrece uno de los mejores ejemplos de cómo funcionaban sus resortes mentales. El reto de modelar la escultura de los Sforza dejó a la vista la profundidad abisal de su curiosidad, su capacidad para conectar conceptos y la manera que tenía de saciar ese hambre voraz de saber que le ha convertido a ojos de algunos autores —como Fritjof Capra o Michael White— en el primero en aplicar el moderno método científico, adelantándose a Galileo.
El diseño de una estatua colosal
Para que la escultura colmase las ansias de inmortalidad de Il Moro, Da Vinci planteó un reto con el que ponía a prueba la tecnología de su tiempo. Ideó una colosal estatua ecuestre de bronce de 75 toneladas y siete metros de alto que mostraría a Francesco Sforza a lomos de un poderoso corcel.
Por si esas cifras estratosféricas no fueran suficientes quiso elaborarla además como nadie había hecho antes una escultura similar: fundiéndola en una sola pieza, no por partes como era habitual. Para más inri diseñó un caballo encabritado que se alzaba sobre sus patas traseras mientras con las delanteras se abalanzaba sobre un soldado tendido en el suelo.
Semejante reto no tardó en azuzar la curiosidad y el perfeccionismo de Leonardo. Lo de “otorgar gloria inmortal” a Francesco Sforza —como había garantizado en su carta de 1482— pasó pronto a un segundo plano. Su atención se concentró casi de inmediato en el verdadero reto intelectual: el corcel.
Para crear un ejemplar lo más exacto posible Da Vinci se lanzó a estudiar de forma minuciosa todos y cada uno de los caballos de su entorno. Hizo decenas de mediciones, diagramas, esquemas, gráficos… De esa época data el soberbio dibujo de una pata de caballo trazada con la sensibilidad de un artista y repleta de las anotaciones matemáticas y anatómicas que realizaría el más concienzudo de los fisiólogos. Para Walter Isaacson se trata de la “versión ecuestre del Hombre de Vitruvio”.
De las observaciones al natural, Da Vinci no tardó en pasar a las disecciones. Abrió y examinó tendones y huesos para escudriñar hasta el más nimio de los detalles de la anatomía equina. Tampoco aquello sació su curiosidad omnívora. Quizás tuviera ya una idea clara de cómo eran los músculos de los corceles, pero ¿cómo funcionaban? Para arrojar luz sobre aquella cuestión se zambulló en la anatomía comparada. Los cuadernos del toscano muestran que emprendió estudios transversales en los que contrastaba la fisiología de los caballos con la de los humanos. En sus páginas quedan dibujos que representan los músculos, huesos y tendones de la pierna de un hombre al lado de los de la pata de un caballo. ¿Terminó entonces el periplo intelectual de Da Vinci? ¿Tuvo suficiente para ponerse con la estatua de Franceso? No.
Las horas que pasó en las cuadras contemplando los caballos hicieron que su curiosidad volviese a dar un quiebro. Como un fuego que salta de un lado a otro de un cuarto, el tiempo que empleó en los establos le llevó a centrar su atención en… ¡los propios establos! Leonardo empezó a idear la forma de mantener las caballerizas limpias durante más tiempo, mejorar los pesebres y reponer de una forma mecánica el alimento.
La dicha y condena de un genio
El encargo de Ludovico no solo azuzó la curiosidad anatómica de Leonardo. El reto de fundir 75 toneladas de bronce en una sola pieza y con un solo molde espoleó su vocación de ingeniero. Durante más de dos años Da Vinci se devanó los sesos para diseñar una estructura que permitiese acometer esa proeza de la técnica. De nuevo, no fue suficiente. Para encontrar el mejor material con el que revestir el núcleo interno del molde hizo pruebas con barro, escombros, ceniza, ladrillo… Igual empeño dedicó a idear un mecanismo que permitiese verter de forma segura toneladas y toneladas de cobre fundido.
En julio de 1489 Ludovico dudaba ya de que Leonardo —aquel pozo sin fondo de curiosidad— fuese a rematar el encargo. No andaba desencaminado, aunque el toscano sí cumplió en cierto modo. A finales de 1493 Da Vinci presentó un espléndido y enorme modelo de arcilla de un corcel —algo así como el boceto de la escultura final— que maravilló a la corte de los Sforza. No pasó de ahí. Su empeño por pulir hasta el más mínimo detalle primero y más tarde las obligaciones militares de Il Moro, que le llevaron a destinar el bronce de la estatua a fundir cañones, hicieron que la escultura no pasase de la arcilla. El “ínclito” Franceso Sforza que debía llevar las riendas del corcel nunca llegó a pasar siquiera de los cuadernos de Leonardo.
El monumento equino es buen ejemplo de la mente científica de Da Vinci, que le llevó a cuestionarlo todo, encadenar preguntas a un ritmo vertiginoso y pasarlo todo por el tamiz de la práctica. Por desgracia ilustra también cómo esa curiosidad le condenó con frecuencia a dejar sus trabajos inconclusos. Además de los lienzos que nunca llegó a acabar —La Adoración de los Magos o San Jerónimo, por ejemplo—, el toscano se propuso elaborar diferentes tratados científicos que se quedaron en el tintero. La mente inquieta que hacía que su atención se distrajera con facilidad —sobre todo al ejecutar las ideas, después de completar su planteamiento intelectual— fue su gran don, pero también se reveló una carga pesada.
“Leonardo aguzó características de su personalidad que le fueron útiles en sus actividades científicas: una omnívora curiosidad, que rayaba en el fanatismo, y unas agudas dotes de observación, de una intensidad pasmosa”, apunta Walter Isaacson en la biografía sobre el genio toscano que acaba de publicar.
Fritjof Capra va más allá y destaca el espíritu metódico con el que Da Vinci recurría al análisis y la experimentación para verificar sus hipótesis. En La ciencia de Leonardo, apunta que el honor que ostenta Galileo, a quien se atribuye el mérito de ser el primer científico en aplicar un empirismo riguroso, podría haber recaído en el toscano si este hubiera sido más diligente al publicar sus escritos personales. “Leonardo se convirtió en uno de los principales pensadores europeos, más de un siglo antes de Galileo, en buscar de manera constante el diálogo entre el experimento y la teoría que conduciría a la revolución científica”, abunda Isaacson.
"Leonardo Da Vinci era humano"
Aunque Da Vinci cosecha admiradores a lo largo y ancho del mundo, no son muchos quienes piensan como Capra —destaca el caso de Michael White, autor de Leonardo Da Vinci, the first scientist—. Sea pionero o no del método científico, en lo que coinciden todos los autores es en que fue un empirista nato. Su condición de hijo natural, el hecho de que nunca recibiera una educación “formal” —a pesar de sus empeños, no llegó a dominar jamás el latín— y su infancia en el campo contribuyeron a hacer de él una mente inquieta que anteponía la experiencia al sacrosanto conocimiento heredado de los clásicos.
Como apunta Isaacson, Da Vinci compartía con Einstein el don de plantearse día y noche preguntas que al común de los adultos le parecerían cuestiones de niños. Esa virtud se suma a un perfeccionismo superlativo. De su San Jerónimo se cuenta que, a pesar de que nunca llegó a acabarlo, volvió sobre él casi al final de su vida, en 1510, 30 años después de haberlo trazado, para incluir algo que había aprendido durante sus disecciones: la correcta distribución de los músculos del cuello.
Gracias a ese “cóctel” único su legado es inigualable. En el arte. Y en la ciencia. A lo largo de su vida Leonardo fue pionero en el estudio de la mecánica de fluidos y el análisis de vórtices de agua y ahondó como nadie hasta entonces en la anatomía de las aves y su capacidad para volar. Entre sus notas dejó esquemas sobre mecánica de ondas que parecen intuir los estudios que casi dos siglos después haría Huygens.
“No solo entendió de forma correcta los principios básicos de la dinámica de fluidos, sino que además convirtió sus ideas en rudimentos de teorías que prefiguraban las de Newton, Galileo y Bernoulli”, señala Isaacson, quien apunta incluso que en sus escritos el pintor toscano llegó a insinuar lo que varios siglos después Isaac Newton formularía —de forma mucho más precisa— como su primera y tercera ley del movimiento. De su genio salieron las famosas máquinas voladoras y diseños de ciudades ideales, provistas de sistemas de canalización que —de llevarse a la práctica— habrían evitado con toda probabilidad algunas de las peores epidemias que asolaron Europa.
Alberti, el ingenio que admiró Da Vinci
Quizás tan maravillosos como sus grandes obras sean algunos errores que dejó Da Vinci en sus escritos y testimonios que nos revelan sus “puntos flacos”. Gracias a ellos la figura del toscano se humaniza y sus logros adquieren una dimensión más redonda. De él sabemos por ejemplo que, a pesar de sus esfuerzos por aprender latín y sus largas listas de vocablos y declinaciones, nunca llegó a dominar la lengua de Cicerón. Estamos al tanto también de que la aritmética no era su fuerte y en sus cuadernos se aprecian errores de cálculo.
“Leonardo era humano. La agudeza de sus dotes de observación no se apoyaba en un superpoder, sino que respondía al fruto de su esfuerzo”, concluye Isaacson. Su gran mérito —las alas que le permitieron elevarse a las alturas que no alcanzó con sus artilugios mecánicos— fue cultivar una curiosidad insaciable. Solo así se entiende que lo que empezó como un encargo del megalómano Il Moro terminase en detallados diagramas de anatomía equina y humana, estudios comparados, esquemas para sistemas de fundido… e incluso ensayos para mejorar los establos.