El barrio latino de París es un hervidero. A la orilla izquierda del Sena, la zona concentra a buena parte de los estudiantes de la Ciudad de la Luz, con la presencia de instituciones como la École Normale Supérieure y la Sorbona. Allí también se localiza la calle de Pierre y Marie Curie, donde está enclavado el famoso Instituto Curie, en el que el matrimonio realizó buena parte de sus investigaciones sobre la radiactividad. En el inmueble, construido en 1911, otra pareja de brillantes científicos, Frédéric e Irène Joliot-Curie, realizaron importantes descubrimientos que también les valieron el premio Nobel.
El diccionario de la Real Academia Española contempla la definición de "genio" en su cuarta acepción como "capacidad mental extraordinaria para crear o inventar cosas nuevas y admirables". Y, aunque sea de manera informal, no hay duda de que la familia Curie también era sinónimo de genios, al cambiar para siempre la historia de la ciencia. Fruto de su trabajo, Pierre y Marie Curie fueron galardonados con el premio Nobel de Física de 1903, junto a Henri Becquerel, por sus hallazgos sobre la radiactividad.
La investigadora polaca recibió el segundo Nobel de Química en 1911, convirtiéndose en la única mujer en conseguirlo en toda la historia y uniéndose a la exigua lista de científicos en hacer doblete con el Nobel, junto a Linus Pauling, Fred Sanger y John Bardeen. Posteriormente, su hija Irène Joliot-Curie y su yerno, Frédéric Joliot, compartieron el Nobel de Química en 1935 por la síntesis de elementos radiactivos. Su historia es extraordinaria —y contó incluso con episodios tan surrealistas como la acusación de la dictadura franquista de filocomunismo, pero el caso de los Curie no es único. Existen otros ejemplos donde el ADN familiar parece tener escrito la palabra "genio".
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De Thomson a Bragg, pasando por Bohr
Además de los Curie, los galardonados con el premio Nobel han tenido en contadas ocasiones lazos familiares. Así ocurrió, por ejemplo, con el físico Joseph John Thomson y su hijo, George Paget Thomson. El primero, catedrático de la Universidad de Cambridge que trabajó en el reconocido Laboratorio Cavendish, fue premiado por la Academia de Ciencias de Suecia debido a su hallazgo del electrón, una de las partículas subatómicas caracterizada por presentar una carga negativa, a diferencia de lo que sucede con los protones y los neutrones.
Su trabajo fue premiado con el Nobel de Física de 1906, el mismo año en el que Santiago Ramón y Cajal recibió el galardón en la categoría de Fisiología o Medicina. J.J. Thomson también asistiría al reconocimiento de su propio vástago, ya que George Paget Thomson ganó el Nobel en 1937, tres años antes del fallecimiento de su padre, gracias a los experimentos que llevó a cabo sobre la difracción de los electrones. El catedrático Thomson además vería con satisfacción cómo algunos de sus discípulos, no solo su hijo, realizarían investigaciones merecedoras del premio Nobel.
Uno de los casos más paradigmáticos fue protagonizado por William Henry Bragg y William Lawrence Bragg. Padre e hijo no solo recibieron la distinción de Estocolmo, sino que además compartieron la medalla en la misma categoría y edición. El premio galardonó sus contribuciones a la cristalografía de rayos X, una técnica fundamental para entender, por ejemplo, la estructura de moléculas biológicas tan importantes como el ADN y las proteínas. El padre lo ganó a los 52 años, mientras que su vástago tenía solo veinticinco años cuando recibió el galardón, convirtiéndose en el científico más joven en lograr el Nobel. Su récord fue solo superado por Malala Yousafzai, una activista a favor de la educación infantil que fue premiada a los diecisiete años con el Nobel de la Paz.
No tan joven, pero sin duda siguiendo el ejemplo de quien fuera su predecesor al frente del Laboratorio Cavendish (J.J. Thomson), nos encontramos la historia de Ernest Rutherford. El físico ha pasado a los libros de texto por su modelo atómico, aunque entre sus desconocidas facetas también encontramos la de aficionado al rugby y, especialmente, la de maestro de otros Nobel. Rutherford ganó la medalla de Estocolmo en 1908, pero su inspiración guiaría la carrera de otros investigadores, también premiados por la Academia de Suecia. Un buen ejemplo fue Niels Bohr, que con su modelo atómico logró el Nobel en solitario en 1922. Sin embargo, el danés no viviría lo suficiente como para ver la proeza conseguida por su vástago, Aage Niels Bohr, premiado junto a Ben Roy Mottelson y Leo James Rainwater en 1975, trece años después de la muerte de su progenitor.
Otro ejemplo histórico donde los Nobel parecen ir en la sangre lo protagoniza la familia de Manne Siegbahn y Kai M. Siegbahn. El primero, un físico sueco que llegó a dar nombre a un asteroide, ganó el reconocimiento por sus trabajos en una técnica denominada espectroscopía de rayos X. Al igual que Bohr, no viviría lo suficiente para asistir a la entrega del premio a uno de sus dos hijos, Kai, quien recibiría el Nobel en 1981 por el desarrollo de un segundo método llamado espectroscopía electrónica de alta resolución.
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La genética que une a los premiados con el Nobel
Los lazos familiares en los premios Nobel destacan sobre todo en las categorías de Física o Química. No obstante, también hay galardonados en la disciplina de Medicina que vivieron bajo el mismo techo. El bioquímico Hans von Euler-Chelpin, por ejemplo, fue premiado en 1929 junto a Arthur Harden por sus estudios sobre la fermentación del azúcar y las enzimas que participan en estos procesos biológicos. El matrimonio formado por él y su esposa, la química Astrid Cleve, tuvo un hijo que también consiguió el máximo reconocimiento científico posible. Ulf von Euler, al igual que su progenitor, ganó el Nobel en la categoría de Fisiología o Medicina por sus hallazgos sobre la transmisión de los mensajes en las terminaciones nerviosas. En este caso, además, Ulf contaba con un padrino también galardonado por la Academia, el sueco Svante Arrhenius.
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El último ejemplo de Nobel dentro de una misma familia lo protagonizó Arthur Kornberg, que compartió el Nobel con el español Severo Ochoa en 1959 por sus estudios sobre la síntesis de los ácidos nucleicos. Su hijo, Roger Kornberg, fue premiado en solitario en 2006 por los trabajos sobre la transcripción, un proceso fundamental mediante el que las células de los seres vivos trasladan la información del ADN a copias de una molécula distinta, el ARN. Una brillante historia relacionada con la genética, la misma que parece unir a progenitores e hijos brillantes cuyas investigaciones cambiaron para siempre la historia de la ciencia. Merece la pena recordar, en este 19 de marzo, Día del Padre, los lazos familiares que vincularon el reconocimiento unánime que también recibieron por parte de la comunidad científica.