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Marie Curie

Las fotos tomadas durante el Congreso Solvay o en el laboratorio de París, junto a su marido Pierre, han fijado en la retina de la historia la imagen de una Marie Curie circunspecta, reflexiva, de expresión severa y concentrada, envuelta en una sobriedad a tono con el luto riguroso que guardó durante años. Portadas e ilustraciones la replican una y cien veces en su ecosistema predilecto: el laboratorio, enfrascada en libros, garabateando notas en su cuaderno, atenta a los tubos de ensayo que sostiene en alto o las balanzas dispuestas sobre la mesa. Hasta poco antes de su muerte, en 1934, se la podía ver aún en ese escenario en el que desplegó todo su talento.

Durante buena parte de su vida, sin embargo, esta investigadora titánica –primera profesora de la Universidad de la Sorbona en sus más de seis siglos de historia y galardonada con dos premios Nobel- lució una estampa bien distinta. La de una deportista tenaz, que no dudaba en coger su bici para emprender largos tours por los alrededores de París. La de la joven que durante tres años trabajó como institutriz para costear sus estudios en la Sorbona y burlar así la norma que -en su Varsovia natal- prohibía a las mujeres asistir a la universidad. La de la luchadora que en plena Primera Guerra Mundial se lanzó al frente –al volante de destartaladas camionetas- para aplicar sus conocimientos de rayos X en los hospitales. También la de la valiente que se resistía a plegarse a los prejuicios de su época.

Marie Curie vivió en su propia piel el antisemitismo

La tenacidad, el arrojo y el talento que Curie mostró en el laboratorio durante años marcaron también muchos de los aspectos de su vida. El mejor ejemplo lo dejó quizás el episodio más aciago al que tuvo que hacer frente; el más duro y el más doloroso. Un lluvioso 19 de abril de 1906 Pierre -marido y compañero de estudios de Curie- salía de una reunión de profesores progresistas de la Universidad de la Sorbona cuando un carro con material militar se cruzó en su camino y lo arrolló en plena calle Dauphine, a escasa distancia del emblemático Pont Neuf que cruza el río Sena. El pesado vehículo le destrozó el cráneo.

Al conocer lo sucedido Marie cayó en una honda depresión. Tuvo que armarse de toda su fortaleza para salir adelante. Como recuerda Adela Muñoz Páez en Una vida por la ciencia, la joven polaca –no había cumplido aún los 40- rechazó la pensión que le ofrecía el Gobierno galo, los homenajes impulsados por quienes habían ignorado a Pierre en vida y las colectas para ayudarla a ella y a sus dos hijas, Iréne y Ève, que no pasaban de los nueve años. Se volcó en el trabajo con un celo redoblado. Y el 1 de mayo de ese funesto 1906 asumió la Cátedra de Física de la Sorbona que había ocupado Pierre.

Hacia la primavera de 1910 –el mismo año en que publicó su Tratado sobre la radiactividad- hubo un cambio en la vida de Marie. Poco después de abandonar el luto reconocía a sus amigos que había iniciado una relación con Paul Langevin, científico de gran talento que había sido uno de los discípulos más aventajados de Pierre. Durante años los dos, Marie y Paul, cultivaron una amistad que con el tiempo tornó en algo más íntimo. La relación sin embargo se topó con un grave obstáculo: Langevin estaba casado. Cuando su mujer –de quien se dice que llegó a romperle una botella en la cabeza durante una de sus frecuentes discusiones- sospechó del affaire mandó que lo siguieran y robó del apartamento al que se había mudado Paul varias cartas escritas por Marie. En ellas quedaba claro el romance.

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Las misivas no tardaron en llegar a la prensa sensacionalista, que hincó sus colmillos en ellas como un perro de presa. Se airearon pasajes tergiversados. A Marie se la señaló como una “rompe hogares”, una extranjera a la que se le exigía que regresara a Polonia. Las acusaciones estuvieron teñidas además de un voraz antisemitismo. “Los diarios de todo el mundo reportaron ‘lo más sensacional en París desde el robo de la Mona Lisa’”, explica Lauren Redniss en su obra Radioactive.

La autora resalta el trato diferente que recibieron Langevin y Curie. Al primero se le presentó como un hombre devoto y entregado. A la segunda se le atribuyó el papel de una “intrigante”. “Aún peor, era una extranjera peligrosa… ¡Una judía!, aseguraban, aunque no lo fuera”, comenta Redniss a la BBC.

Tras finalizar el primer Congreso Solvay -al que había asistido en Bruselas- y regresar a París, Marie se topó con una turba furiosa que arrojaba piedras a las ventanas de su casa y la insultaba a gritos. Para protegerse se refugió en casa de un viejo amigo –el matemático Émile Borel-, quien a su vez recibiría presiones del Gobierno de la República francesa para que no acogiese a la polaca.

La polémica entrega del segundo Nobel a Curie

Al drama le quedaban aún varios capítulos aciagos. En su cruel espiral sensacionalista, el reportero Gustave Téry publicó que la relación entre Marie y Paul se remontaba años atrás. Su falta de escrúpulos le llevó a especular con que la muerte de Pierre podría haber sido un suicidio… Incluso dejó entrever que tras el accidente tal vez se ocultase algún crimen. Téry era en realidad un polemista sin moral que abrazó el antisemitismo y el nacionalismo de extrema derecha de la Action Française de Charles Maurras. Sus libelos colmaron la paciencia de Langevin, quien lo retó a un duelo. Más tarde Téry presumiría de que si aquel episodio se saldó sin muertos sería porque él se negó a disparar. No quería –fanfarroneaba el periodista- “privar a unos hijos de su padre y a Francia de un cerebro precioso”.

El de Téry fue el episodio más truculento de la polémica, pero no el más doloroso. A finales de 1911 la Academia sueca comunicó a Marie su decisión de concederle el Premio Nobel de Química por el descubrimiento del radio y polonio. Muñoz Páez explica que al principio dudó de si debía o no acudir en persona a recoger el galardón. El escándalo de Langevin estaba alcanzaba su mayor virulencia y en breve se celebraría el juicio de divorcio de Paul.

Svante Arrhenius, miembro de la Academia, escribió una carta a Marie para animarla a viajar a Suecia. Poco después enviaba una segunda misiva desdiciéndose. “Le ruego que se quede en Francia. Nadie puede calcular lo que podría pasar aquí…” -advertía el sueco, como recoge la BBC- “Espero que mande un telegrama… Que diga que no quiere aceptar el premio antes de que en el juicio de Langevin se demuestre que las acusaciones en su contra no tienen fundamento”. La Academia quería evitar a toda costa la imagen de la realeza sueca con Marie Curie.

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deltaenthalpy (Flickr)

Su amigo Albert Einstein, quien diría de Marie que era la única científica a quien la fama no había corrompido, le aconsejó sin embargo que hiciera oídos sordos. “¡Ve a Estocolmo! Estoy convencido de que debes despreciar este alboroto”, apuntaba el genio alemán, y zanjaba: “Si la chusma sigue molestándote, deja de leer esas estupideces. Déjaselas a las víboras para las que fueron escritas”. El genio de Ulm no fue el único que animó a Curie. El matemático Gösta Mittag-Leffer –hermano de la escritora Anne Charlotte- también le advirtió de que su ausencia daría pábulo a sus críticos.

Poco después Curie enviaba de vuelta a Suecia una carta enérgica y de tono firme, ejemplo de su determinación de acero. “La postura que me recomienda me parece un error grave por mi parte” –reprendía a Arrhenius- “El premio me ha sido concedido por el descubrimiento del radio y del polonio. Opino que no hay ninguna relación entre mi trabajo científico y los hechos de mi vida privada que se pretenden invocar contra mí en las publicaciones de baja estofa. […] Por principio, no puedo aceptar que la apreciación del mérito de un trabajo científico pueda verse influenciada por las difamaciones y calumnias en relación a mi vida privada”.

Marie, la única mujer en el Pantheón de París

Escrito hace más de un siglo, el alegato con el que Curie defiende la separación entre la esfera profesional y personal y reivindica sus méritos académicos no ha perdido ni un ápice de vigencia. Para desencanto de Arrhenius, en diciembre de 1911 Marie se desplazó a Estocolmo junto a su hija Irène con el fin de recoger su premio. No era sin embargo la primera vez que la polaca chocaba con la miopía de la institución sueca. En 1903 la academia había decidido otorgar el Nobel de Física a Pierre Curie y Henri Becquerel por el descubrimiento de la radiactividad, obviando por completo el papel clave que había jugado la joven polaca, que por entonces contaba 36 años.

Cuando Pierre se enteró de las intenciones de la academia envió una carta en la que dejaba claro el mérito insoslayable de su esposa. “Es su primer trabajo el que ha determinado el descubrimiento de los nuevos cuerpos y su contribución es muy grande”, recalcaba. Finalmente, la Academia resolvió otorgar el Nobel de Física a la pareja junto a Becquerel, el único que asistió al acto solemne de entrega del galardón. El matrimonio permaneció en Francia por su delicada salud y para proseguir su labor. No viajarían de hecho a Estocolmo hasta tiempo después, durante el verano de 1905.

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Beshopa (Flickr)

El premio sueco catapultó a los Curie a una especie de estrellato de la ciencia. Ese efecto tuvo su lado positivo: con la fama llegaron nuevas oportunidades profesionales y un laboratorio que sustituyó a su antiguo taller espartano. Sus dos Nobel no impedirían sin embargo que en 1911 la Academia de Ciencias gala rechazase la entrada de Marie. Seis décadas después de su muerte, en 1995, el Gobierno de Francia trasladó en un acto solemne encabezado por Mitterrand los restos de los Curie al Pantheón de París. Marie se convirtió así en la primera mujer en ingresar en ese santuario laico por su legado.

PD: Tras los feroces ataques de la prensa y la opinión pública, la relación entre Curie y Langevin volvió al terreno de la amistad y la camaradería profesional. Muchos años después ambas familias emparentarían. El nieto de Paul, Michel, se casaría con la nieta de Marie, la física nuclear Hélène Langevin-Joliot.