De vez en cuando llega un director de cine y nos arroja a la cara una película desconcertante de la que, pese a todo, sus elementos pueden tener algún tipo de explicación, aunque sea abstracta, ridícula o demencial. En esta categoría entrarían últimamente El faro o El Hoyo (Robert Eggers, Galder Gaztelu-Urrutia, 2019), la española muy comentada los días pasados. Y ahora también Vivarium (2019), un filme de fantasía y quizá ciencia ficción dirigido por Lorcan Finnegan y estrenado hace poco en Movistar Plus y otras plataformas, sin pasar por las salas comerciales debido a la crisis del coronavirus.
Se trata del segundo largometraje de este cineasta irlandés, que se lanzó a la piscina abarrotada del séptimo arte con el corto Defaced (2007), una insulsa propuesta surrealista que mezcla imágenes reales con animación. Luego pero en el mismo calendario anual, vino otra película de tal formato, Changes, imposible de ser encontrada; y una tercera con más miga, Foxes (2012), a la que podría considerarse fundacional en cuanto a los intereses que muestra de Finnegan. Y su primer largo fue Without Name (2016), un frío mal sueño con inquietantes imágenes de los bosques y un montaje eficaz.
En su ópera prima está el matrimonio aburrido y la amenazante atracción que ejerce una oscura naturaleza sobrenatural como en Foxes, y la simetría de un insípido barrio residencial de los suburbios que ya vimos en dicho corto y hasta la idea de lo homogéneo de Defaced, de lo que no se sale de la trampa de lo normativo como opresión vital, lo hallamos en Vivarium. Así las cosas, no supone un disparate figurarse que este director debe de llevar pensando en tales conceptos desde hace más de una década, hasta que ha tenido la oportunidad de cristalizarlos a tope su nueva película, pero con dos modificaciones.
El hastío del matrimonio, en vez de estar presente desde el comienzo como en Foxes o Without Name, es algo sobrevenido con la experiencia horrible de Yonder; y la naturaleza taumatúrgica y sus peligros se transforma en el entorno artificial del suburbio verdoso y su perverso mecanismo, pero la trampa implacable persiste. No en vano, el guionista Garret Shanley escribió Foxes y Without Name. Y el lenguaje inhumano también continúa aquí, con estampas que se parecen mucho a las epilépticas del primer largo y otra, a una específica del episodio “Conduit” (1x04) de The X-Files (Chris Carter, desde 1993).
Vivarium empieza igualmente con imágenes perturbadoras de la naturaleza cruel, y hablando de árboles nada menos. Y un espeluznante surrealismo no tarda en surgir cuando aparece el primer personaje implicado en el meollo de la historia con el que Gemma (Imogen Poots) y Tom (Jesse Eisenberg) interactúan, y en el mismo colorido de las casas y el extraño cielo del suburbio en cuestión, que nos trae a la memoria pesadillas comunitarias como Las esposas de Stepford (Bryan Forbes, 1975) y su remake, Las mujeres perfectas (Frank Oz, 2004), o el episodio “Arcadia” (6x15), oh, sí, de The X-Files.
Pero Finnegan y su compatriota Shanley van por otros derroteros, los del aislamiento nocivo de Foxes y Without Name, así que Vivarium de comunitario solo tiene el molde. Y lo verdaderamente alarmante se inicia, pronto en cualquier caso, con un giro que remite a una escena protagonizada por Olivia (Niamh Algar) en el otro largo del director y a un pequeño detalle de En la boca del miedo (John Carpenter, 1994), y con la premisa más terrible de El pueblo de los malditos (Wolf Rilla, 1960) o su readaptación homónima (Carpenter, 1995) de la novela Los cuclillos de Midwich, publicada por John Wyndham (1957).
Hay desasosiego, cierta incomodidad y muy mal rollo en esta marcianada urbanizada de horripilantes tonos pastel, pero no verdadera angustia porque le falta energía: un estilo narrativo semejante, frío en general y sin una planificación potente ni en el necesario clímax del surrealismo —para el que el realizador optó por un efectivo montaje paralelo en Without Name—, únicamente funciona cuando hipnotiza, lo cual no ocurre nunca en Vivarium. Los ocasionales planos cenitales, la cámara lenta y la superposición de diálogos, que agradecerían una elocuencia mayor por otra parte, podrían haber dado mucho más juego. ¡Y la ira!
La atmosférica banda sonora de Kristian Eidnes Andersen (Submarino) no contribuye al enrarecimiento ambiental todo lo que debiese, y uno no la recuerda en absoluto tras desaparecer el último logo de las productoras al final de los créditos. Encima, a Imogen Poots (V de Vendetta) y Jesse Eisenberg (La red social) no les proporcionan muchas oportunidades de lucirse como Gemma y Tom a pesar del premio que le otorgaron a la actriz en Sitges. Aunque sobre ambos intérpretes no de puede decir un solo pero, ni de Jonathan Aris (The End of the F***ing World), Senan Jennings o Eanna Hardwicke (The Eclipse).
El filme de Lorcan Finnegan es el hermano menor de El faro y El Hoyo en esto del último cine de lo abracadabrante, el de esas películas con la meritoria virtud de lo impredecible —casi siempre, en su caso—; junto con Nosotros y Midsommar (Jordan Peele, Ari Aster, 2019) pero por detrás de las dos. Con cuanto implican sus metáforas sobre determinado comportamiento aviar y la agonía de la estandarización de los suburbios y las urbanizaciones que se construyeron durante los pelotazos antes de la pasada crisis financiera, en definitiva, Vivarium quedará como una simple curiosidad insólita.