El aluvión de producciones cinematográficas que se nos viene encima a los espectadores del mundo entero en la actualidad, ya sean largometrajes o series televisivas, podría saturar fácilmente hasta al más pintado, aquel cinéfilo que presume de las mayores tragaderas; o incluso a los profesionales de la crítica especializada. De lo que no hay duda es que esta saturación produce un público resabiado, puñetero, difícil de sorprender con los giros de una trama elaborada o de asombrar con combinaciones imaginativas, agudas o perturbadoras. Por ello, hay que agradecerle al yanqui Robert Eggers que se dedique al séptimo arte: es de los pocos cineastas con la capacidad de ofrecernos algo de veras distinto, con ideas sugestivas, sobrecogedoras y fuera de lo común.
Ya lo había logrado y mejor en su ópera prima, La bruja (2015), y ahora insiste en mostrarnos el horror que puede acechar a escasos personajes, al borde del precipicio psicológico por el aislamiento y la dureza de las condiciones en las que viven, y la degradación humana en un lugar apartado y tan hostil como es capaz el infierno de la naturaleza. En su nueva película, El faro (2019), también hay creencias irracionales que quizá no lo sean tanto en este universo paralelo pero que, a fin de cuentas, conducen igual al maltrato punzante, a la locura y a la violencia desatada, y animales y otro seres malignos e inquietantes que juegan su papel en el drama terrible de dos fareros a los que encarnan explosivamente el enderezado Robert Pattinson y el curtido Willem Dafoe.
El guion del filme está lleno de coyunturas imprevisibles y de elocuentes y excéntricos diálogos firmados por el propio Eggers y su hermano Max, de influencia shakespeariana en ocasiones, o de tragedia griega. El director ha vuelto a contar con parte importante del mismo equipo que en La bruja: Jarin Blaschke en la dirección de fotografía, Louise Ford para el montaje y Mark Korven en la composición de la adecuada banda sonora. La opción estética del blanco y negro, casi un sepia sin lustre, tiene todo el sentido del mundo: acentúa el aspecto irreal de la situación, su esencia de extraña pesadilla, su terror onírico. Y la limpieza delicada de su planificación visual es tan certera, detallista e implacable como parece la costumbre de Eggers hasta el momento.
Destacan, por su montaje y los ingredientes que las componen, las secuencias de mayor delirio, en las que prácticamente se desbocan los caballos de la imaginación con un frenesí surrealista tal que nos turba sin remedio. Pero el grado de esta turbación, incluso con unas desventuras de por sí tan alarmantes, no llegaría a las cotas que llega sin el cara a cara actoral de Robert Pattinson y Willem Dafoe, que estalla bien pronto en dos interpretaciones intensísimas. La labor de ambos actores es desaforada pero nunca ridícula o grotesca, sino fruto del estudio escrupuloso de sus personajes, del dolorido fuego interior que los abrasa cuando se siembra cizaña o la mierda les sube hasta el cuello y pierden el control juntos.
De todos modos, la película no alcanza el interés y la fascinación de La bruja porque el vínculo de los protagonistas no es tan significativo como en aquella y, en fin, su mitología oceánica no se prodiga tanto ni puede en atractivo contra la psicosis horrible del fanatismo religioso y los oscuros misterios del satanismo y la brujería. El faro, en resumidas cuentas, se alza como una de esas raras obras inclasificables que de vez en cuando nos arrojan a la cartelera, por lo general, mustia de los cines comerciales como una granada de mano artística, y que uno contempla con visible pasmo; no porque se trate de un peliculón necesariamente, sino al menos por su indiscutible sentido de la maravilla enajenada.