Lo que están haciendo las plataformas de vídeo bajo demanda, como Netflix, para la difusión del cine ajeno a Hollywood es muy positivo: ahora, películas como El Hoyo, del español Galder Gaztelu-Urrutia (2019), tienen una gran visibilidad para millones de personas de todo el mundo, cuando en el pasado se solían quedar para críticos y espectadores selectos de los festivales de cine y, sobre todo, para la taquilla estatal, con escasa resonancia en las internacionales a no ser que se viesen bendecidas con nominaciones o incluso premios de relevancia popular, por no decir los Oscar directamente.
De los beneficios del streaming está disfrutando estos días el mencionado filme distópico del director bilbaíno, que se estrenó en el Festival de Toronto y obtuvo allí el premio de la Sección Locura de Medianoche, el votado por el público; triunfó en el de Sitges con cuatro galardones, incluyendo mejor película; se llevó el Goya a los mejores efectos especiales y el mismo reconocimiento en los Gaudí. Todo un espaldarazo para Gaztelu-Urrutia —y ahora más con su lanzamiento en Netflix—, que tenía en su haber 913, un inencontrable corto de 2004, y La casa del lago, otro atmosférico de 2011, enteramente visual y realizado con pericia.
De ‘Parasite’ a ‘El hoyo’: los horrores de los espacios convertidos en metáfora de la mente humana
Resulta de lo más difícil ofrecer una historia verdaderamente extraña, fuera de lo común incluso en lo que se refiere a las distopías, ese subgénero sobre sociedades deshumanizadas y, por lo general, futuras que ya de por sí debiera tener un plus de imaginación y originalidad por su intrínseca libertad creativa, y que cuenta con ejemplos notables en el cine como Metrópolis (Fritz Lang, 1927), Doce monos (Terry Gilliam, 1995), la trilogía de Matrix (Lilly y Lana Wachowski, 1999-2003), Minority Report (Steven Spielberg, 2002), V de Vendetta (James McTeigue, 2006) o Ready Player One (Spielberg, 2018).
El Hoyo, en cualquier caso, es una propuesta mucho más opresiva y enloquecedora que las anteriores, o que Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y su secuela Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017), Días extraños (Kathryn Bigelow, 1995), Distrito 9 (Neill Blomkamp, 2009) o Looper (Rian Johnson, 2012); y hermana espiritual de Rompenieves (Bong Joon-ho, 2013), las obras surrealistas oscuras de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro como Delicatessen (1991), La ciudad de los niños perdidos (1995) o Micmacs (2009) y de Cube (Vincenzo Natali, 1997) respecto al enigmático espacio de reclusión.
Entraña una carga alegórica clarísima y de gran calibre sobre las desigualdades sociales y la barbarie espantosa que producen. Hay diálogos con chispa y réplicas en las que uno, como en el mismo desarrollo de la trama, puede esperar cualquier ocurrencia, y un humor desesperanzado y negrísimo; todo gracias al excéntrico guion de David Desola (Almacenados) y Pedro Rivero (La crisis carnívora). No quiere huir de la escatología insistente con los alimentos y alguna otra sorpresa desagradable, ni del gore ocasional pero no especialmente fastidioso, hecho digno de agradecer. Y su agilidad visual y narrativa, planificada con luces y verdadero mimo, resulta indudable y se enseñorea de este espectáculo grotesco desde el primer minuto.
Ivan Massagué (Soldados de Salamina) encarna a un impecable Goreng, y da gusto oír hablar a Zorion Eguileor (En ochenta días) como Trimagasi; y a ambos los acompañan Antonia San Juan (La que se avecina), Emilio Buale (Adú) y Alexandra Masangkay (1898: Los últimos de Filipinas) en la piel de Imoguiri, Baharat y Miharu, tres cumplidores. La adecuada partitura minimalista de Aránzazu Calleja (Fe de etarras) apuntala la singular atmósfera de El Hoyo, y uno contempla este incómodo thriller con el interés y la estupefacción pintados en la cara de principio a fin. Pues, aunque no se propone llegar más lejos que su propia premisa con todas las consecuencias, es obvio que se lo merece.