Hay cineastas muy habilidosos que saben bien lo que se traen entre manos y no permiten que sus películas se conviertan en desbarajustes narrativos. Otros, en cambio y para su desgracia y la nuestra, están en las nubes y se hacen un lío con los ingredientes de la historia en cuestión, la cual acaba con más agujeros que un queso gruyer, como suele decirse. Y que el séptimo arte sea colectivo no les ayuda precisamente a conseguir cohesión ni coherencia en sus obras. Por fortuna, **el bilbaíno Galder Gaztelu-Urrutia forma parte de los primeros, y a *El Hoyo (2019), su interesantísima ópera prima, no se la salta un galgo*.

Y no solamente eso: con los avispados autores del guion, el catalán David Desola y el también vasco Pedro Rivero, ha construido una trama rica en detalles pero con la ambigüedad suficiente como para provocar el debate interpretativo que se está produciendo. Las dos propuestas básicas son una pesimista y otra, no ya de optimismo, sino de esperanza posible como final abierto. Porque, si uno acepta la versión pesimista, la conclusión del filme no tiene vuelta de hoja. Y en caso es que el libreto, con el montaje original previsto, no dejaba dudas sobre cómo terminaba este relato desafiante para su distopía establecida.

Una explicación sobre el significado y el final de ‘El Hoyo’

**La metáfora de esta cárcel vertical que representa las desigualdades sociales en nuestro sistema económico y sus nefastas consecuencias resulta más sustanciosa de lo que pudiera intuirse*. “Ciertamente, creemos que debe haber una mejor distribución de la riqueza, pero la película no trata estrictamente del capitalismo”, le ha asegurado el director a Digital Spy*. “Mostramos que, tan pronto como Goreng [Iván Massagué] y Baharat [Emilio Buale] prueban el socialismo para convencer a los otros prisioneros de compartir voluntariamente su comida, terminan matando a la mitad de las personas que se dispusieron a ayudar”. Ojo.

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Basque Films

Y el plan insensato de estos dos personajes para subvertir la mecánica opresiva de El Hoyo, reconducido por el sabio Brambang (Eric Goode), se resuelve de una forma que ha dado mucho que hablar, el meollo de las discusiones bizantinas sobre la interpretación del filme. La que opta por el pesimismo defiende que Baharat y Goreng murieron antes de que alcanzaran el supuesto nivel inferior, el 333, por sus lesiones tras enfrentarse al asesino de Miharu (Alexandra Masangkay) y a su compañero de reclusión, que Mali (Zihara Llana) es una alucinación agónica y postrera del segundo y que el sótano tampoco existe.

Según este planteamiento devastador, Miharu estaba desquiciada hasta la locura de inventarse una hija y los dos jacobinos fracasaron en lo que se habían propuesto: lo que subió, no obstante, fue la panacota, tal como quería Brambang, pero el chef tal riguroso del nivel cero (Txubio Fernández), jefe de la cocina, se lo toma como si los de El Hoyo hubiesen rechazado el postre porque tenía un pelo, si es lo que queremos considerar que ocurre en la muda escena del minuto treinta y seis, tratándola como *un flashforward imprevisto*. Así, ni Goreng envió a la niña desde el sótano ni sería posible escandalizar en lo alto con su presencia.

Y, sin que los trabajadores del nivel cero se horroricen porque hubieran metido a una menor en El Hoyo, contraviniendo las normas, se conciencien de la perversidad del sistema, la noticia corra como la pólvora y puedan decidir echarlo abajo, el pérfido statu quo se mantiene y la revolución acaba antes de empezar; como con la panacota. Y, en la misma entrevista con Digital Spy, Gaztelu-Urrutia se adhiere a esta versión: “Para mí, ese nivel más bajo [el 333] no existe”, declara. “Goreng está muerto antes de llegar, y eso [las alucinaciones de un moribundo] es solo su interpretación de lo que sintió que tenía que hacer”.

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Pero no tan rápido porque, seguidamente, añade: “En última instancia, quería que estuviese abierto a la interpretación, si el plan funcionó e incluso si los de arriba se preocupan por las personas en el pozo”. Y remata: “Dejaré lo que ocurre a tu imaginación”. Es decir, el cineasta vasco se decanta por el análisis pesimista, y, acto seguido, reconoce que el filme ha sido elaborado para que cualquiera de las dos lecturas pueda ser aceptable. Desde luego, uno tiene la libertad de sugerir que, si el propio director de la película en disputa escoge el final más infeliz, hemos de aceptarlo porque él es quien más sabe del desarrollo de su historia.

Lo que pasa es que el mismo Gaztelu-Urrutia nos está señalando también lo que, en teoría, se nos presenta como una supuesta ambigüedad irreductible, de modo que su elección no significa absolutamente nada. Y hay cinco razones por las que la otra interpretación, la de la esperanza posible, puede evidenciarse más correcta. Dos de las mismas son que ningún hecho nos obliga a creer sin duda alguna que la peligrosa Miharu no había encontrado ya a su hija en algún nivel de la ominosa torre, y que ni uno solo de los aspectos de las pretendidas alucinaciones finales se diferencia de lo que el pobre Goreng vivió en la realidad.

La mujer baja en la plataforma todos los meses en busca de Mali desde el nivel en el que haya despertado, y está tan trastornada que asesina al compañero de turno para tener más oportunidades de que le toque con la niña al mes siguiente, como suele machacar a cualquiera que se interponga en su camino, y no dice ni una palabra, por lo que, si había dado con ella en alguna de sus sangrientas travesías por El Hoyo, tampoco se lo habría contado a otra persona. Y, cuando apuñala a Trimagasi (Zorion Eguileor), hace acopio de chicha del cadáver y poder comerla en otro momento. Pero ¿es para su autoconservación o además mamaíta provee?

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Por otro lado, que la ex empleada del Sistema Vertical de Autogestión —e ignorante útil en la vida— de Imoguiri (Antonia San Juan) sostenga que no hay menores en él porque no está permitido no merece ninguna credibilidad: también habla de que suman 200 niveles, y ni por asomo, y admite que no sabía de la aborrecible dinámica en este sitio de espanto. De hecho, cuando Goreng le pregunta si los hay al certero Trimagasi el día impactante que conoce a Miharu, el anciano se limita a encogerse de hombros porque no se le antoja imposible ante la vileza de quien haya diseñado semejante infierno de hormigón y lo gobierne.

Y, durante lo que se figuran que experimenta el maltrecho Goreng mientras flipa en un alucinógeno umbral de la muerte, sueña y alucina con los difuntos de la misma forma que en los niveles superiores al 333, o sea, ni los guionistas ni Gaztelu-Urrutia han potenciado entonces el surrealismo en su vivencia agonizante, ni una miaja, para percibir algo peculiar y distinguirla del mundo verdadero. Ni tan siquiera que la temperatura no se eleve o baje cuando no se libran del postre al descender la plataforma: para la administración, ningún niño reside allí y tampoco Baharat ni Goreng porque no les han asignado ese nivel.

Si el 333 no existiese, por otra parte, **la diabólica planificación referencial de El Hoyo como los círculos del infierno de Dante Alighieri en su simbólica Divina comedia (1321) —con sus tres cánticas que se dividen en treinta y tres cánticos cada una, de estrofas con tres versos endecasílabos, más el cántico introductorio (el nivel cero, ya que el sótano oscuro no cuenta como nivel)—, se quedaría coja si solo está en la mente de un agonizante Goreng. Y este quijotesco mesías, con la facha de Cristo en el último tramo del filme, lo que estaba leyendo es la gran obra** de Miguel de Cervantes, **El Quijote (1615), no la de Alighieri para rememorarla**.

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Y veamos las últimas dos razones por las que la interpretación más correcta de la película es sin delirios pre mortem del prota sobre una cría inexistente. Para empezar, en caso de que la temblorosa estupefacción y la ira del chef se debiese a que la panacota ha regresado intacta por el pelo que le cayó y esta escena **fuese un crucial flashforward, no tendría ningún sentido colocarla en mitad del metraje** y no al comienzo para convertir El Hoyo en una narración *in extremis, que se inicia por el final y el resto se cuenta con un fashback* enorme para que su relevancia esté clarísima. Y multitud de ejemplos así podemos recordar.

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No en vano, la primera secuencia del filme transcurre en la cocina. Pero ¿por qué contemplamos la tremenda bronca del chef quisquilloso en el minuto treinta y seis? El propio Gaztelu-Urrutia nos da una pista en su conversación con Digital Spy: **“Realmente, filmamos un final distinto con la chica que llega al primer nivel, pero lo sacamos de la película”. Es decir, en el guion de David Desola y Pedro Rivero y con el montaje que estaba planeado no había duda posible de que Mali es real y Goreng no alucina con el nivel 333, pero cortaron esa última escena reveladora en posproducción. Así que la bronca del chef está en ese minuto probablemente porque ahí estaba desde el principio, y tampoco era crucial**.

“Hay tres clases de personas: los de arriba, los de abajo, los que caen…”, y “en El Hoyo, cada uno es muy libre de decidir lo que quiera”, afirma el inolvidable Trimagasi, algo que seguramente le parecería tan obvio como a los que abogan por el sistema representado en la metáfora mordiente de esta película y la falta de derechos sociales con protección de los estados, en aras de una libertad de la que solo gozan los que tienen la sartén por el mango o medios disponibles para ello. No obstante y **sea como fuere, en esta ficción cinematográfica cautivadora que es El Hoyo, cada espectadores libre para decidir de qué manera interpretarla**.

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