Hay dos tipos de personas. A las que se les cierra el estómago en tiempos de estrés y las que comen el triple, especialmente si se trata de alimentos muy calóricos, ricos en azúcares y grasas. Seguro que te identificas con uno de esos dos tipos; pero, seamos honestos: los segundos son mucho más abundantes. Y, en realidad, hay una explicación, como bien se extrae de un nuevo estudio, publicado por científicos del Instituto Garvan de Investigación Médica (Australia).

Estos investigadores han analizado en ratones qué ocurre en su cerebro en tres supuestos. Cuando se les estresa tras una temporada alimentándose con alimentos muy calóricos, cuando toman esa misma alimentación, pero no se les estresa y cuando se les estresa tras una temporada con una alimentación baja en calorías.

Su objetivo era estudiar por qué tenemos más antojos de alimentos calóricos en las épocas de estrés, pero también comprobar si la alimentación previa influye de algún modo. Es decir, si le doy al cuerpo ese azúcar que supuestamente me está pidiendo, ¿será suficiente o necesitaré cada vez más? La respuesta, según lo que han visto en ratones, es que si a nosotros nos ocurre lo mismo necesitaremos cada vez más. Mucho, mucho más.

El estrés y las grasas no se llevan demasiado bien

Este estudio constó de dos partes. En la primera, se analizó la actividad del cerebro de los ratones que habían recibido una dieta a corto plazo muy rica en grasas. A la mitad se les dejó llevar su rutina con tranquilidad, mientras que los otros se sometieron a estrés. Así, se vio que la diferencia clave estaba en una región cerebral llamada habénula lateral.

Entre otras funciones, esta se encarga de inhibir las señales de recompensa del cerebro una vez que se considera que estas ya están satisfechas. En los ratones que no se estresaron,  la habénula funcionó con normalidad. Sin embargo, en los que se sometieron a estrés se vio que disminuyó su actividad. Por lo tanto, al estar esta prácticamente apagada, los sistemas de recompensa seguían lanzando señales que invitaban a los ratones a seguir comiendo más y más.

Quedaba saber si esto pasaría también con otro tipo de alimentación, por lo que pasaron a la segunda parte del experimento.

En esta, se dio a los ratones a elegir entre dos bebidas, una formada solo por agua y otra en la que había agua mezclada con un edulcorante artificial, llamado sucralosa. Inicialmente se probó con los mismos grupos de ratones. Es decir, ambos habían seguido una dieta rica en grasas, pero unos se estresaron y otros no. Se vio que los estresados preferían el agua endulzada, mientras que los más tranquilos optaban por el agua sola.

Ahora bien, esta vez se añadió a la ecuación el tercer grupo. Uno en el que los ratones habían seguido una dieta normal antes de ser estresados. No se vio que prefiriesen el agua endulzada. Por lo tanto, no es el estrés por sí solo el que les hacía querer más dulce, sino la combinación de estrés y mala alimentación.

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El estudio se ha realizado en ratones, pero podría ser perfectamente extrapolable a humanos. Foto por Sandy Millar en Unsplash

La alimentación es esencial

Cuando estamos estresados, nuestro cuerpo gasta mucha energía. Además, puede llegar a iniciar lo que se conoce como “lucha o huida” un proceso en el que, inconscientemente, nos preparamos para huir de una amenaza o enfrentarnos a ella. Eso también supondría un gasto energético, por lo que es lógico que el cuerpo nos pida un chute de energía en forma de alimentos muy calóricos. Se generaría una ráfaga puntual de placer, invitándonos a tomar lo justo para enfrentarnos al estrés, pero después la habénula lateral nos pararía los pies.

El problema viene cuando nosotros previamente teníamos una dieta muy calórica. Si los resultados obtenidos son extrapolables a humanos, no bastaría con esa ráfaga de placer. Necesitaríamos cada vez más y ya sí podría convertirse en algo peligroso. Es esperable que sea extrapolable, puesto que todos hemos experimentado alguna vez estas sensaciones.

Por eso, este estudio demuestra la importancia de comer de forma saludable en épocas de estrés. Puede que sintamos que es lo último que nos pide el cuerpo en esos momentos; pero, a la larga, seguro que lo acabamos agradeciendo. 

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