No resulta demasiado difícil poner en duda la coherencia de las academias cinematográficas estatales, en no pocas ocasiones, a la hora de premiar a las mejores películas del año realizadas en sus respectivos países. Y esta situación no se debe exactamente o sólo a que las propuestas galardonadas no sean dignas de estos reconocimientos, cosa que también ocurre a menudo, sino a la absoluta falta de lógica y de justicia que entrañan determinadas decisiones, las cuales da la sensación de que se toman por aspectos que poco o nada tienen que ver con el séptimo arte. Ya sucedió en la gala de los Óscar de 2017, cuando el de mejor película le fue concedido a Moonlight en vez de a *La La Land* (Barry Jenkins, Damien Chazelle, 2016) como tocaba según las votaciones de las categorías previas; y **ha vuelto a suceder en el último sarao de los Goya**.

Los anuncios de los elegidos para que se llevasen a casa el pequeño pero pesado busto del célebre y adelantado pintor de La maja desnuda (h. 1797-1800) o Saturno devorando a un hijo (h. 1819-1823), Francisco de Goya y Lucientes, se sucedían en cada uno de los apartados según lo previsto por las reacciones de los especialistas a las obras estrenadas, sin demasiadas sorpresas ni la hilaridad continua o el ingenio de las otras dos galas que ya había presentado el humorista Andreu Buenafuente (Tiempo después) sin Silvia Abril (La que se avecina), las de 2010 y 2011, con el cineasta Álex de la Iglesia presidiendo la cosa cinematográfica española y los dos brillantes discursos que nos regaló entonces. Y, **de repente, durante la traca final y con el filme El reino con todas las papeletas para el premio gordo, se lo acabó llevando Campeones** (Rodrigo Sorogoyen, Javier Fesser, 2018).

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Tornasol

Gran júbilo para no pocos asistentes a tamaño despropósito en el Palacio de Congresos y Exposiciones de la capital andaluza, lugar en el que se había metido a lo más granado de la industria cinematográfica del país y parte del extranjero para que se laurease a sí misma; estupor en los rostros de los más sensatos espectadores de la Primera de Televisión Española y su canal internacional. Se había hecho subir al escenario para la entrega del busto principal al director y a muchos actores de esa increíble falta de respeto a la inteligencia del público que es Mujeres al borde de un ataque de nervios (Pedro Almodóvar, 1988), triunfadora de lo mismo treinta años atrás y nominada a los Óscar. Y la buena de Loles León (Aquí no hay quien viva), al conocerse el disparate por boca del realizador manchego, le espetó: “¡Te lo dije!”

Se lo diría, sí, y no se equivocaba, pero ¿quién podría esperar semejante incongruencia? A El reino le habían dado siete galardones hasta ese momento, entre los que destacaban los de mejor director para Sorogoyen, guion original para el susodicho e Isabel Peña y montaje para Alberto del Campo (Stockholm) respecto a lo que nos interesa, con mejor actor protagonista para Antonio de la Torre (Gordos), actor de reparto para Luiz Zahera (Celda 211), música original para Olivier Arson y sonido para Roberto Fernández (Que Dios nos perdone) y Alfonso Raposo (Los otros) por añadidura. Y si se decide que el libreto, el montaje y, muy en especial, la faena del director de esta película son los más sobresalientes entre los de las nominadas, ¿cómo se come que no se trate de la mejor obra?

El guion es el esqueleto de un filme, el montaje es la juntura de las piezas que se han rodado, su presentación final; y el director lo controla todo, se asegura de que se plasme su visión singularísima de la historia y sus elementos y le corresponde la huella autoral en caso de que la tenga. Así, resulta un absoluto sinsentido señalar a El reino con las distinciones más relevantes y no con la mayor para culminar con sentido común y coherencia, y encima, obsequiárselo a la que solamente se había reconocido con la de mejor actor revelación para Jesús Vidal y la de la cancioncita para Coque Malla (Nada en la nevera). Francisco de Goya nos legó también el grabado en aguafuerte con el título inolvidable de “El sueño de la razón produce monstruos” (c. 1799), en su serie *Caprichos; y nada más adecuado para calificar el absurdo de que se proclame a Campeones* como la mejor película española de 2018.

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