Cuando uno se sienta a ver una nueva película del estadounidense Adam McKay —por ejemplo, No mires arriba (2021), en Netflix—, siempre teme que sufra un retroceso a esa etapa triste de la que consiguió salir por fortuna y en la que solo nos ofrecía comedias deficientes y descerebradas, por completo indefendibles desde un punto de vista artístico. Más allá de que un sencillo espectador quiera divertirse un poco sin que le importe un pimiento la calidad de lo que le provoca una cosa tan sana como la risa, claro. Que de todo hay en este extraño mundo.

Pero, para los cinéfilos que buscan experiencias de mayor calado, y que un realizador les ponga los pelos como escarpias gracias a las escenas potentes que pueden salir de un guion bien escrito, unas interpretaciones de altura y de la correspondiente pericia audiovisual, ningún prójimo les recomendaría ni harto de vino que se zampen El reportero: La leyenda de Ron Burgundy, Wake Up, Ron Burgundy: The Lost Movie (2004), Pasado de vueltas (2006), Hermanos por pelotas (2008), Los otros dos (2010) ni Los amos de la noticia (2013).

La sátira sin piedad de ‘No mires arriba’

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Uno se debe abstener de ello si de verdad no desea que las pobres víctimas de sus nefastas recomendaciones le cuelguen por los pulgares del palo mayor. Sin embargo, lo que sí haría sería sugerirles que se pongan La gran apuesta (2015) y El vicio del poder (2018), nominada a los Premios Oscar. Porque estos dos largometrajes son aquellos con los que Adam McKay se ha redimido de sus despropósitos cinematográficos anteriores; y de la manera más honesta posible, ojo. Una buena trayectoria en la que parece que sigue por No mires arriba.

El vigor y la peculiaridad en el montaje de las composiciones del cineasta nacido en Filadelfia son algunas de sus mayores virtudes, y ha abandonado las bobadas con el protagonismo de Will Ferrell —al margen de que el actor no le devuelva ahora las llamadas— para meterse de lleno en el cine sociopolítico sin traicionar su estilo propio. Tanto en el guion, que suele tener su firma aunque colabore a veces con otras personas en su escritura, como en la puesta en escena y las mismas imágenes en movimiento. Así que no ha renunciado a sí mismo para ennoblecerse.

Tampoco para su última obra, a la que podemos considerar la anti-Armageddon (Michael Bay, 1998) de Netflix con todas las de la ley. En No mires arriba, podemos distinguir el gusto de Adam McKay por la comedia excéntrica y surrealista, enfocada en una sátira sin piedad, pero más sutil que en sus filmes olvidables y, por lo tanto, decente y satisfactorio. En La gran apuesta y El vicio del poder también está presente su sentido del humor pero, como recrean hechos reales, el libreto de ambas se sujeta en este ámbito. No hay más remedio, pues.

Un reparto lujoso y como pez en el agua

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Conque el director ha podido juguetear provocándonos la carcajada, que logra más de una vez, sin regresar a los tiempos del encefalograma plano. Con la ayuda impagable de su lujoso elenco, al que encabezan la estupenda Jennifer Lawrence (La gran estafa americana) como Kate Dibiasky y un Leonardo DiCaprio (Titanic) que le aporta mil matices a los estados emocionales de su Randall Mindy. Ellos y los demás se mueven como pez en el agua por el equilibrio difícil pero firme de esa curiosa hilaridad que le insufla Adam McKay a No mires arriba.

A Meryl Streep (Las horas) y a Cate Blanchett (El Señor de los Anillos) no se les puede poner un pero a estas alturas encarnando a Janie Orlean y Brie Evantee; ni a Rob Morgan (The Knick), Melanie Lynskey (Agárrame esos fantasmas), Timothée Chalamet (Interstellar) y Tyler Perry (Star Trek) como Teddy Oglethorpe, June Mindy, Yule y Jack Bremmer. Respecto a Jonah Hill (El lobo de Wall Street) dando vida a Jason Orlean, se encuentra en su salsa cómica; y Ron Perlman (Enemigo a las puertas) parece que pasaba por allí como Ben Drask.

La cara opuesta de ‘Armageddon’

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Por otro lado, el trabajo despepitante de Mark Rylance (Ready Player One) en la piel de Peter Isherwell es digno de estudio en las academias de interpretación. Tanto como, para lo suyo, el del montador Hank Corwin, que repite con Adam McKay tras La gran apuesta y El vicio del poder y que ya había demostrado su talento en Nixon (Oliver Stone, 1995), Mientras nieva sobre los cedros (Scott Hicks, 1999) o El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011). Aquí cumple con esa concatenación dinámica a brincos tan vistosa y de agradecer.

Perfecta como ejercicio estilístico en esta cara contraria de la moneda de Armageddon. Porque, sobre esto último, la premisa es equivalente, pero el desarrollo narrativo hacia la aventura sacrificada y la gloria, el tono solemne y heroico y la seriedad adulta con la que los personajes se toman lo que ocurre y sus simples alivios humorísticos están a años luz de No mires arriba, un largometraje de Netflix con una desvergüenza paródica —sin excesos— y una falta de clemencia por sus criaturas que no puede sino divertirnos y desconcertarnos a partes iguales.