*No hay discusión posible sobre el hecho de que Titanic*, la obra maestra dirigida por el canadiense James Cameron* (Avatar*) y estrenada a finales de 1997, sea un auténtico hito en la historia del cine. No sólo porque triunfara en los Oscar igualando en once galardones a Ben-Hur (William Wyler, 1959), ni porque se trate de la segunda película más taquillera de todos los tiempos a nivel mundial, tanto en número de dólares conseguidos como con el ajuste en el precio de las entradas por la inflación: la verdad incontrovertible es que millones de personas del mundo entero, con la edad suficiente para poder acudir a las salas hace dos décadas, alucinaron en colores con este filme abrumador porque en su vida habían visto un espectáculo dramático de semejante calibre, y no han vuelto a ver otro que se le parezca.
A la catástrofe de este buque británico propiedad de la naviera White Star Line, ocurrida en abril de 1912, no le faltaba nada para convertirse en un episodio histórico de una negrura fascinante; y por ello, la de Cameron no es en absoluto la primera recreación cinematográfica de este hundimiento famosísimo. Si bien el mismo año que sucedió se produjeron tres cortometrajes sobre ello, Salvada del Titanic, La hantise y En la noche y el hielo, realizados por Étienne Arnaud, Louis Feuillade y Mime Misu respectivamente, hubo que esperar hasta 1929 a que llegase un largo del alemán Ewald André Dupont (Moulin Rouge), el arrítmico, mustio, impostado, tedioso sin imaginación visual alguna y, en definitiva, absolutamente infumable **Titanic: Disaster in the Atlantic*, que adapta la obra de teatro El iceberg*, de Ernest Raymond, sólo diecisiete años después de la tragedia.
En 1943, la Alemania nazi nos descerrajó la mediocre, aburridísima, problemática y vilmente manipuladora Titanic, de Herbert Selpin (Canitoga) y Werner Klingler (Banktresor 713); y en 1953, el rumano-estadounidense Jean Negulesco (Cómo casarse con un millonario) estrenó **El hundimiento del Titanic*, un indiscutible salto cualitativo que se distancia para bien de sus predecesoras, y que nos entrega el drama creíble de unos personajes carismáticos que colisionan entre ellos tal como el afamado buque colisionó con el iceberg, con una Barbara Stanwyck (Perdición) y un Clifton Webb (Laura*) como los hostiles Julia y Richard Sturges que ya quisiese Cameron para su oscarizada película. Lástima que su apuesta audiovisual no se encuentre a la altura de sus posibilidades ni le sea factible competir ni por asomo con la del director canadiense.
La informativa y rutinaria pero digna aportación del inglés Roy Ward Baker (Niebla en el alma) en 1958, **La última noche del Titanic*, basada en las informaciones del historiador historiador Walter Lord, tampoco se puede decir que le llegue a la de Cameron ni al betún. Y ni mucho menos las televisivas S. O. S. Titanic, de William Hale (1979), No hay amor más grande*, de Richard T. Heffron (1995), y Titanic, de Robert Lieberman (1996). Porque la obra que conmocionó a los espectadores de todo el planeta en 1997, “la perfecta detectora de esnobs” según el crítico Adrián Massanet, produce un desgarro emocional al que ninguna otra ha podido acercarse, y al que parecen o se fingen insensibles los que se conforman con comentar, sin verdadero análisis fílmico, la sencillez del argumento, de la historia de amor entre Rose DeWitt Bukater (Kate Winslet) y Jack Dawson (Leonardo DiCaprio) y el desarrollo de la tragedia.
Pero resulta imposible defender la honradez intelectual de uno obviando **la categórica pericia de la composición audiovisual y la contundente puesta en escena de esta Titanic, su guion diáfano y de impecable estructura, en el que destaca la construcción de un microcosmos social y la actitud compasiva con sus criaturas en medio de este pequeño pero estremecedor apocalipsis, el aumento progresivo de la intensidad y sus secuencias tremebundas y maravillosas, apuntaladas por una banda sonora inconmensurable del difunto James Horner, y un trabajo técnico sublime*. Todo lo cual deja en bragas o con los calzones por los tobillos tanto a los anteriores acercamientos al desastre como a los posteriores, ya sean las animadas La leyenda del Titanic*, de Orlando Corradi y Kim J. Ok (1999), y Titanic, de Camillo Teti (2000), o la miniserie homónima de Julian Fellowes (2012). Porque la de James Cameron es la recreación casi perfecta, y ya no hace falta ninguna más.