Oportuno es decir que, cuando un analista cultural ve que un director cinematográfico se redime felizmente con obras merecedoras de respeto tras haberse dedicado a estrenar esa clase de películas descerebradas que van directas al olvido en el basurero de la historia del séptimo arte, siente una gran satisfacción profesional. Son las circunstancias del estadounidense Peyton Reed, que fue escogido para ocuparse de Ant-Man (2015) y *Ant-Man y la Avispa (2018) por Marvel Studios, o la de sus compatriotas Jay Roach y *Adam McKay, que se han chapuzado en el cine político tras un buen número de comedias vergonzosas*, no muy distantes de las de Reed. Y si Roach ha realizado aportaciones galardonadas como Game Change (2012) o con nominaciones importantes como las de Trumbo (2015) o All the Way (2016), McKay ha hecho lo propio con *La gran apuesta (2015) y Vice (2018), candidata a ocho Óscar** en la cercana edición de los mayores premios de Hollywood.
Si uno recomienda abstenerse de sufrir con los filmes anteriores de McKay, Anchorman: The Legend of Ron Burgundy y Wake Up, Ron Burgundy: The Lost Movie (2004), Talladega Nights: The Ballad of Ricky Bobby (2006), Step Brothers (2008), The Other Guys (2010) y Anchorman 2: The Legend Continues (2013), es probable que se lo agradezcan mucho. Sin embargo, sí merece ser vista la vigorosa comedia dramática sobre los desmanes financieros que nos abocaron a la última crisis económica global que es La gran apuesta; como **Vice, que narra el ascenso al poder de Dick Cheney, el oscuro vicepresidente de los Estados Unidos durante el mandato ominoso de George W. Bush**. Y lo cierto es que, si la segunda luce una mayor complejidad narrativa, la primera resultaba más elocuente en su exposición del comportamiento obscenamente inmoral de personas que ocupan cargos influyentes, y desde cuyos despachos opulentos juegan a placer con el destino del mundo.
Dicha complejidad en la más reciente película de McKay se debe a su propio libreto, en el que se ha esforzado todo lo posible por ofrecer una narración que huya de lo convencional, con múltiples saltos temporales —flashbacks y también flahsforwards—, una mezcla de grabaciones suyas y de archivo histórico, una voz en off cuya identidad no podría ser más insospechada o súbitas metáforas visuales que explicitan las estrategias y los propósitos de Cheney y le dan colorido, sin una dificultad innecesaria y cargante, de rápida comprensión; y lo ha aderezado con la socarronería que se le atribuye, presente en La gran apuesta, y en ocasiones, un tono irónico más afilado con varias escenas imprevistas, sorprendentes y osadas, de un notable surrealismo conceptual.
Pese a lo variado de sus ingredientes narrativos, nunca se llega a un molesto abigarramiento, en parte por la profesionalidad del montador Hank Corwin (Mientras nieva sobre los cedros), y no obstante, tampoco a la vivacidad ni el entusiasmo de su filme anterior, si bien ambas características no habrían cuadrado mucho con el temperamento apacible, serenísimo, del personaje protagonista. Es el galés Christian Bale (*The Dark Knight*) quien interpreta de fábula a Dick Cheney, con todos los matices que es tan capaz de aportarle a sus caracterizaciones más específicas y redondas, y viéndose favorecido porque McKay no se ha mostrado despiadado en el tratamiento del ex vicepresidente sino justo, y porque ha tenido a su lado a la impagable Amy Adams (*Atrápame si puedes*) como Lynne Cheney.
En el retrato de su relación, interacciones y conducta política **oímos ecos tal vez lejanos del matrimonio Underwood en la imperdible serie House of Cards (Beau Willimon, 2013-2018). Los acompañan unos estupendos Steve Carell* (Café Society*) y Sam Rockwell (El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford) en la piel de Donald Rumsfeld y George W. Bush, Jesse Plemons (*Black Mass) como Kurt o Don McManus (The Shawshank Redemption) encarnando a David Addington, y un puñadito más de actores que no les hacen sombra, como Alison Pill, Lily Rabe (American Horror Story) o Eddie Marsan (V de Vendetta*). Y todos ellos pululan por los entresijos del poder estadounidense desde los últimos años sesenta al son de la eficiente banda sonora de Nicholas Britell (If Beale Street Could Talk), en una historia gubernativa lo suficientemente infame como para que merezca ser recordada aquí.