De alguna manera, los espectadores sentimos cariño por los actores a los que contemplamos en pantalla. O, al menos, por los que realmente nos gustan. Porque, con su talento interpretativo, nos hacen disfrutar o sentir emociones intensas durante las películas o las series de televisión en las que intervienen. Su trabajo es lo bastante bueno como para que nos podamos creer las preocupaciones de sus personajes y, así, experimentar empatía hacia ellos. O, también, cierta admiración comprensible ante la composición que hacen de los antagonistas y los antihéroes. Nos encariñamos con ellos gracias a que estas gratas experiencias los vuelven familiares aunque no los conozcamos. Como con el difunto Robin Williams.

Que el público estimaba a este cómico no es discutible. Algunos no le podremos olvidar por su John Keating de El Club de los Poetas Muertos (Peter Weir, 1989), su doctor Malcolm Sayer en Despertares (Penny Marshall, 1990), su Daniel Hillard de Señora Doubtfire, papá de por vida (Chris Columbus, 1993), su Osric en Hamlet (Kenneth Branagh, 1996), su Sean Maguire de El indomable Will Hunting (Gus van Sant, 1997), su Chris Nielsen de Más allá de los sueños (Vincent Ward, 1998), su Seymour Parrish en Retratos de una obsesión y su Walter Finch de Insomnio (Mark Romanek, Christopher Nolan, 2002). Y casi todos estos papeles de Robin Williams son paradójicamente dramáticos.

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Y se le recuerda en general hasta el punto de que, desde su trágico suicidio, se han estrenado dos documentales sobre su figura. Primero, En la mente de Robin Williams (Marina Zenovich, 2018), y ahora, en Filmin para España, El deseo de Robin, dirigido por el estadounidense Tylor Norwood (2020), un cineasta de carrera incipiente y muy desconocido que solo había realizado antes los cortometrajes de rigor y otro largo documental, The United States of Detroit (2017). En su nueva obra, sigue las pautas habituales del género sin mostrar ningún estilo propio. No hay una voz distintiva en el discurso ni un planteamiento audiovisual característico como lo pueda haber en Godfrey Reggio o Michael Moore.

De modo que no esperéis contemplar en El deseo de Robin una propuesta cinematográfica que os apasione en su planificación o en su montaje. Ni, por descontado, en su elocuencia. Pero no os confundáis por esto. Tylor Norwood tampoco lo necesita para mostrar lo que desea eficazmente. Se propone ofrecer una explicación definitiva, pormenorizada y ajena a los rumores sobre lo que le sucedió al ocurrente Robin Williams para acabar así en agosto de 2014. Y, al mismo tiempo y por contraposición a su estado entonces, reivindicarle con todo derecho por méritos intransferibles e inequívocos como uno de los más grandes comediantes que nos ha regalado la voraz industria de Hollywood.

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Las razones saltan a la vista de cualquiera con nervios ópticos. Y tal vez a alguien se le antoje que esta reivindicación es muy exagerada. Porque, en fin, la verdad es que Robin Williams no hizo ninguna comedia de altos vuelos. La señora Doubtfire no le alcanza ni el betún a Una noche en la ópera (Sam Wood, 1935), Ser o no ser (Ernst Lubitsch, 1942) o Uno, dos, tres (Billy Wilder, 1961). Pero este comediante tenía lo que distingue a genios del humor como Groucho Marx: una capacidad impresionante para la improvisación humorística encadenada con oro puro. La única escena con la que uno llora de la risa, por ejemplo, en un drama como El indomable Will Hunting, pese a la brocha gorda, se debe a ella.

Pero, además, El deseo de Robin logra que comprendamos la tortura en la que se había convertido la existencia del artista, que sintamos una sincera compasión por él como una persona que sufre lo indecible. No ya únicamente por los ratos buenísimos que pasamos con sus interpretaciones, es decir, por la gratitud más elemental, sino también por lo que entendemos que experimentaría al no poder disponer a su antojo de su chispa innata nunca más. Y, con un buen ritmo y múltiples testimonios, recreaciones y material de archivo intercalados, Tylor Norwood consigue retener nuestra atención sin dificultades y provocarnos sonrisas y escalofríos. Y nos conmueve. Con tan poco. Pero es más que suficiente.

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