Cuando los seguidores de la obra documental del director yanqui **Michael Moore se enteraron de que preparaba una película sobre el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América, el polémico Donald Trump** —por cuya mala reputación leyó Andy Serkis (El Señor de los Anillos) sus tuits con la voz de Gollum y Josh Brolin (American Gangster), con la del villano Thanos—, es probable que se les hiciese la boca agua: conociendo la aguda irreverencia de Moore y los guantazos cinematográficos que ya le propinó antes a otros ciudadanos poderosos de su país, con el tipo que reside hoy en la Casa Blanca no sabría ni por dónde empezar y, como suele decirse en España, probablemente le daría más palos que a una estera.
Pero esto es una frivolidad, y **Fahrenheit 11/9** no resulta frívolo ni por asomo. Ninguno de sus documentales lo es pero, igual que otras personas conocedoras, inteligentes y con sentido del humor como Voltaire, Mark Twain, Ambrose Bierce o su colega Woody Allen (Match Point), nuestro cineasta se ocupa de asuntos muy serios riendo por no llorar, sin perder la sana ironía salvo cuando el respeto ineludible manda circunspección. Y, con la claridad, la sencillez y la socarronería tronchante que acostumbra a lucir, no sólo no torpedea la fuerza indiscutible de su mensaje, sino que incluso lo apuntala en la mente de los espectadores de un modo que pocos documentalistas logran hoy en el cine de su género.
Roger y yo (1989) fue la fresca obra fundacional de su estilo, a la que siguió, tras otras aportaciones, su primo hermano The Big One (1997). Pero para consagrarse de veras en el mundo entero tuvo que esperar a *la lucidez de Bowling for Columbine (2002), el derroche de ingenio de Fahrenheit 9/11 (2004) y la intrepidez de Sicko (2007). Con el tardío Slacker Uprising (2008) no mostró un esfuerzo considerable, y se fue recuperando con Capitalismo: Una historia de amor (2009) hasta volver a la puntería y el gran interés de ¿Qué invadimos ahora? (2015), descendiendo luego al generalmente divertido Michael Moore in Trumpland (2016) y, este año, un poco más con el un tanto desenfocado Fahrenheit 11/9* (2018).
No cabe duda de que toda la batería estilística del director está de regreso en este deseado zasca a la América del presidente Donald Trump, y en absoluto se le ha olvidado sorprendernos con las cartas que decide jugar sin faroles, es decir, las imperdibles historias de dificultades sociales que nos ofrece, a las que otros no prestan atención y que, de no ser por este empeño, no podríamos empaparnos de ellas fuera de Estados Unidos. Porque esta película no es sólo un retrato inevitablemente desagradable de su Presidente, sino también de las miserias del país de las que él es representante ideológico, y una advertencia forzosa del peligro que supone la deriva autoritaria que palpita bajo sus modales y su comportamiento, de su forma grosera de hacer política.
La salud democrática estadounidense es la mayor preocupación de Michael Moore en Fahrenheit 11/9, así como las injusticias sociales que provoca. Pero, en su propósito de relacionarlas con un representativo Donald Trump, no puede eludir la sensación de prolongados incisos y de off-topics, más que nada porque se lo nota menos elocuente que en otras ocasiones, no ya sólo en su valioso discurso, sino hasta en la escritura del guion y en el montaje final, que satisfacen en cualquier caso pero no alcanzan las cotas virtuosísimas que le hemos visto en Bowling for Columbine, Fahrenheit 9/11, Sicko y ¿Qué invadimos ahora?, muy en especial a lo largo del metraje del antecedente por el que su nuevo filme se llama así.
Pero tampoco os equivoquéis: a estas alturas, Michael Moore es consciente de que no sería honesto repartir mamporros entre Donald Trump y los republicanos y dejar indemnes a los demócratas por sus desmanes poco democráticos, sus obvias responsabilidades de Gobierno y en el clima que facilitó la victoria del multimillonario neoyorkino, así que les sacude igualmente con no menos mordacidad ganada a pulso y —hay que decirlo para no reventar— a algún pope entre ellos con el que nunca adivinaríamos que se metería, lo que le honra aún más. Y, aunque este no se descubra como el documental político más inspirado de Moore, no hay otro remedio que seguir agradeciéndole que tenga las narices de rodar zascas semejantes, sobre todo si terminan siendo esperanzadores.