Ya nos **extrañaba a algunos que el documentalista Michael Moore no metiera baza en la campaña de las elecciones presidenciales de Estados Unidos** que enfrenta a la demócrata Hillary Clinton con el republicano Donald Trump, como ya había hecho antes mediante el estreno de Fahrenheit 9/11 (2004) y Slacker Uprising (2008). Pero era simplemente porque no sabíamos que había preparado **una actuación como monologuista en el Murphy Theater de Wilmington, Ohio, para grabarla y montarla después en forma de documental*. Es de ahí, por tanto, de donde ha salido el breve pero efectivo largometraje Michael Moore in Trumpland*.
Su título se debe a que el cineasta tuvo la osadía, algo habitual en él, de ir a una localidad estadounidense con un apoyo aplastante a Trump en las primarias de su partido y organizar este sarao, a pesar de las amenazas extorsivas de un líder político republicano de la zona. Y la sorpresa llega cuando el director dedica mucho más tiempo a hablar de Clinton que a hablar o burlarse de Trump y se muestra comprensivo con los votantes de este último, hecho francamente inesperado por el carácter socarrón de Moore y sus antecedentes fílmicos, pero que le honra.
A los pocos minutos del comienzo de su espectáculo verbal sobre las tablas, quien aprecia el humor ácido y algo surrealista de Moore ya puede descubrirse llorando de la risa. De ningún modo se trata de referencias incomprensibles ni de jugarretas intelectuales, sino de unos chistes que cualquier ciudadano estadounidense, y todo ser humano inmerso en la globalización que lidera su país, puede comprender sin problema alguno. Chistes relacionados con la situación política del Estados Unidos, con los candidatos de la propia campaña electoral y con los prototipos de sus votantes, naturalmente. Y cuando se pone serio sin resultar forzado después de tantas carcajadas, como en Sicko (2007) y *Where to Invade Next* (2015), cuyo asunto repasa aquí, llega a sobrecoger al espectador, y entonces uno sabe que le ha atrapado por completo.
Se trata del ingenio de quien es capaz de defender una serie de ideas políticas volviendo accesible y entretenidísimo un análisis que podría resultar farragoso de otra manera, algo tan envidiable como el sentido del humor y de la narración documental aplicado a tarea semejante. Ya quisieran muchos poder sostener sus posiciones ideológicas con la misma habilidad de Moore, sobre todo los que lo desprecian superficialmente, aludiendo con vaguedad a su tendencia política, que dicen no compartir sin molestarse en conocer siquiera su discurso o haber visto sus documentales, a su aspecto informal o descuidado e incluso, ay, a su sobrepeso.
Sin embargo, aparte de algunas consideraciones ingenuas acerca de Jorge Bergoglio y de una escueta pero inadecuada mención a Monsanto, sólo hay una afirmación realmente discutible entre las que hace durante su actuación: “Ninguna mujer ha construido nunca una chimenea, ninguna mujer ha inventado una bomba atómica o de hidrógeno y ninguna mujer o muchacha ha entrado a una escuela y les ha disparado a todos”.
Respecto a lo de la chimenea, que usa como transición entre el tono cómico y los asuntos serios, vete tú a saber, pero hay montones de arquitectas e ingenieras que seguramente las habrán construido. En cuanto a la bomba atómica y a los tiroteos estudiantiles que sufre Estados Unidos de manera periódica y de los que Moore se ocupó en el oscarizado *Bowling for Columbine (2002), ya le respondieron en Twitter recordándole a *Anne McKusick, Lilli Hornig, Colleen Black, Leona Woods Marshall, Isabella Karle o la Premio Nobel de Física Maria Goeppert-Mayer, científicas que participaron en el Proyecto Manhattan, y a las asesinas Brenda Spencer, que se lio a tiros en un centro educativo californiano en enero de 1979, Laurie Dann, Latina Williams y Amy Bishop, que hicieron lo propio** en Illinois, Luisiana y Alabama en mayo de 1988, febrero de 2008 y el mismo mes de 2010 respectivamente.
En el tuit que causó estas merecidas réplicas también decía que “ninguna mujer ha iniciado un Holocausto ni derretido los casquetes polares”, así que igualmente tuvieron que señalarle a la gran propagandista nazi Leni Riefenstahl y a Hermine Braunsteiner, criminal de guerra que fue asistente de guardia en el campo de exterminio de Majdanek y guardia supervisora en el de Ravensbrück, y a Gina Rinehart, magnate de la minería del carbón y la mujer más rica de Australia en la actualidad, una de esas personas a las que el propio Moore querría entrevistar como en Roger and Me (1989), The Big One (1997) y Capitalism: A Love Story (2009) si rodase una película de denuncia sobre el cambio climático.
No obstante, pese a que estas afirmaciones del director son incorrectas, lo cierto es que seguidamente indica que la delincuencia femenina es muy inferior en cantidad a la perpetrada por hombres en todo el mundo, una verdad que le sirve como dato optimista respecto al hecho de que una mujer como Hillary Clinton pueda ser de nuevo inquilina de la Casa Blanca y, esta vez, sentarse además tras el Escritorio Resolute del Despacho Oval.
Por desgracia, establecer su optimismo sobre datos generales no relacionados con la candidata a la Presidencia de Estados Unidos es una falacia evidente, porque la certeza de esos datos no implica que Clinton vaya a ser una buena presidenta. Pero Moore saca a colación unas cuantas cosas que a ella le echan en cara, e incluso toma distancia antes de dedicarse de lleno a resaltar sus virtudes, con algunas anécdotas muy interesantes, en momentos que hasta consigue ponernos la piel de gallina. Y, al final, la idea que ha de quedarnos con lo que expone Michael Moore in Trumpland es que, sea como fuere Hillary Clinton, siempre será mejor optar por ella que por alguien a quien el cineasta, como muchos otros ciudadanos, considera tan impresentable como Donald Trump.