Lo difícil que resulte comprender el espíritu de una época depende, sobre todo, de si las herramientas intelectuales con que se aborda el asunto son las más adecuadas para ello, y de si se cuenta con datos razonables en vez de servirnos de las impresiones filosóficas que tenga el iluminado de turno. Por fortuna, el big data e Internet nos facilitan mucho la labor y, aunque nuestro sentido común no tiene por qué estar errado, estas herramientas sirven para ver si es así o no. Por ejemplo, si uno se sumerge en las redes sociales y en los temas de los que más se ocupan los medios de comunicación y en torno a los que giran las conversaciones en las barras de los bares, se intuye que el populismo político y el feminismo actual se encuentran en el candelero.
Y, si se recurre a la información que registra el Gran Hermano Google sobre las búsquedas de los últimos años, podemos comprobar que **el interés por las vicisitudes relacionadas con la lucha feminista ha aumentado de forma considerable**. Además, ‘feminismo’ fue el término de mayor consulta en el diccionario de cabecera en Estados Unidos, el Merriam-Webster, en 2017, sobre todo durante la Marcha de las Mujeres en Washington en enero de entonces, los escándalos sonadísimos de acoso sexual en Hollywood y las reivindicaciones del movimiento #MeToo; y el influjo de las tendencias ideológicas transversales o posmodernas yanquis en el resto del mundo, como con muchas otras cosas, es indiscutible.
Por otro lado, **el auge del populismo en el país que tiene a Donald Trump como Comandante en Jefe**, en la Europa del Brexit, de la Liga Norte y el Movimiento Cinco Estrellas italianos, del antiguo Frente Nacional francés o de el húngaro Viktor Orbán, en la Filipinas de Rodrigo Duterte, en el Brasil de Jair Bolsonaro o en la Turquía de Recep Tayyip Erdogán, como no podía ser de otra manera, ha hecho correr ríos de tinta. Así, con estos mimbres, era sólo cuestión de tiempo que cineastas lúcidos y con muy buen ojo se decidiesen a plasmar lo que vivimos en sus obras. Y esa es la razón de que tengamos disponibles las miniseries televisivas **American Horror Story: Cult* (Ryan Murphy y Brad Falchuk, 2017) y Here and Now* (Alan Ball, 2018).
El novelista Stephen King asegura en su ensayo Danza macabra (1981) que la buena narrativa de terror es capaz de “explotar los temores personales” y los “compartidos por un amplio espectro de población”; y tal es lo que hace Cult en varias direcciones: sus guionistas han escogido las inquietudes y las amenazas sociopolíticas de los ciudadanos de Estados Unidos, sin duda fácilmente extrapolables a los demás países de corte occidental, y se las han arrojado a los espectadores como una historia de horror: *el populismo radical en clave sectaria, agitador de los instintos más reaccionarios y peligrosos, la manipulación de las informaciones con fake news* y una corriente seudofeminista y violenta derivada del manifiesto SCUM**.
Y sus planteamientos narrativos no carecen de elocuencia ni de verosimilitud, por lo que esta séptima temporada de American Horror Story se sitúa bastante por encima de la desastrosa *Roanoke (2016), pero siempre por debajo de la muy inspirada Asylum (2012-2013). Por desgracia, no tanta suerte como esta serie antológica ha tenido *Here and Now con las audiencias, y fue cancelada por HBO tras su temporada inaugural*. Y lo triste de esto es que Alan Ball (American Beauty) sigue demostrando en ella la misma e increíble penetración psicológica que ya nos había brindado en esa obra admirable y dolorosísima que es A dos metros bajo tierra* (2001-2005), una experiencia sublime y emocionalmente agotadora.
Tal habilidad sólo es conocida en otros cineastas geniales como Ingmar Bergman (Secretos de un matrimonio) o Woody Allen (Match Point), y consiste en diseccionar la dinámica de las relaciones personales, de pareja o en familia, hasta sus últimas consecuencias, mostrando lo mejor y lo más miserable de las misma. Pero aquí parece que no le ha dado tiempo a hurgar mucho en la llaga por la cancelación y, aun así, en este nuevo drama familiar con pinceladas sobrenaturales —como en A dos metros bajo tierra eran de un cierto surrealismo casi onírico— nos ha entregado un retrato fiel de la frustración vital de unos personajes cultos, acomodados y progresistas —como los Chenowith en la otra serie— y, de paso, de la carcundia y del clima con las políticas de identidad posmodernas en Estados Unidos. ¿Quién da más?