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Hergé Museum

Durante años el trabajo de David Chambers —investigador de la Deakin University (Australia)— consistió en sentarse ante su escritorio, armarse de paciencia y analizar con lupa 5.000 dibujos garabateados por niños. Antes de divulgar sus conclusiones, recogidas en un informe publicado en 1983, sobre su mesa llegó a formarse una accidentada cordillera de papeles con los retratos que entre 1966 y 1977 habían trazado estudiantes de menos de 11 años, la mayoría de Montreal.

Para el experimento que Chambers se traía entre manos los profesores habían pedido lo mismo a todos sus estudiantes: “Dibuja un científico”. Cuando empezó a revisar aquellas obras de arte, el doctorando de Deakin se encontró de todo. Sobre su escritorio tenía retratos de escolares que apuntaban maneras de artista, monigotes mal pintados e incluso garabatos en los era muy difícil distinguir siquiera una figura humana.

draw a scientist

Los dibujos mostraban a científicos en el campo o entre tubos de ensayo y alambiques; los había gordos, delgados, con bigote y largas barbas canosas, calvos y con pelazo… Sin embargo la inmensa mayoría de los alumnos coincidía en algo: todos eran hombres. Mejor: hombres blancos y entrados en años.

De los 4.807 pequeños artistas que cogieron el lápiz para plasmar qué imagen tenían de los científicos, solo 28 dibujaron a una mujer. El 0,58%. Ni un punto porcentual. Entre los colegiales del experimento, el 49% eran niñas y el 51% niños. Hace unos meses se publicaban las conclusiones de un nuevo estudio que refleja que esa percepción se ha corregido algo desde los años 70. Como apunta Mujeres con Ciencia, en una nueva tanda de dibujos realizados entre 1986 y 2016 el porcentaje de investigadoras había subido ya hasta rondar el 28%.

Auguste Piccard, el auténtico Tornasol

Si los alumnos de Quebec de la década de los 70 cerraban los ojos y pensaban en un científico es bastante probable que se les vinieran dos imágenes a la cabeza: la melena enmarañada de Albert Einstein y el gabán verde del profesor Silvestre Tornasol, el genio despistado, sordo como una tapia, de afilada perilla y cabeza con forma de bombilla que en 1944 había creado el historietista belga Georges Prosper Remi (Hergé).

Tornasol acompañó en varias de sus aventuras a Tintín, Milú y el bravo capitán Archibaldo Haddock, pero su vida no pasó de las viñetas ideadas por Hergé. Quienes a finales de la década de los 50 se paseasen por las calles de Lausana, sin embargo, es probable que se topasen con la mismísima encarnación del profesor: un anciano largirucho, de frente despejada, con un mostacho que le cubría el labio superior y las gafas de montura redonda que décadas después popularizaría John Lennon.

El anciano respondía al nombre de Auguste Piccard. Y no, su parecido con el personaje de Hergé no era coincidencia. El dibujante se inspiró en él para dar forma al entrañable profesor. Al igual que Tornasol, Piccard era un científico brillante, pero su personalidad y valentía hacían que se asemejase más a Haddock o al propio Tintín. A pesar de ser un físico reputado que se codeaba con Albert Einstein o Marie Curie y de su apariencia despistada, Piccard era un aventurero que superó con éxito pruebas que helarían la sangre del más pintado de los Ases de la Guerra o el curtido de los marines.

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Auguste Piccard nació en 1884, en Basilea. Durante su juventud estudió Física en el Instituto de Tecnología de Zurich —las mismas aulas por las que pasaron Einstein o Neumann— y en los años 20 asumió la por entonces recién creada cátedra de física aplicada de la Universidad de Bruselas. Uno de los temas a los que dedicó más esfuerzos fue al estudio de los rayos cósmicos, término acuñado por el Nobel Robert A. Millikan.

Su gran fama, sin embargo, la logró fuera de las aulas. Piccard no se conformó con ser un teórico. Para comprobar sus hipótesis diseñó una nave presurizada dotada de un globo de helio con la que elevarse a la estratosfera. A finales de mayo de 1931 despegó junto a su ayudante desde Augsburgo en una aventura que les llevaría a registrar una altitud récord de casi 16.000 metros y recabar datos sobre la radiación cósmica. Durante los años siguientes Piccard emprendió decenas de expediciones similares —cerca de 30— y coronó los 23.000 metros.

Sobre las nubes, bajo las olas

Con los cielos conquistados, el físico decidió centrar sus esfuerzos en el otro extremo del planeta: las profundidades de los océanos. A finales de la década de 1930 diseñó un batiscafo para alcanzar cotas inexploradas. Gracias al uso de heptano y toneladas de hierro que usó a modos de peso, Piccard logró superar una prueba autónoma en 1948 —previo parón obligado por la Segunda Guerra Mundial— frente a las costas de Cabo Verde. Cinco años después y con ayuda de su hijo Jacques fletaba un nuevo modelo que descendió a más de 3.100 metros.

Con sus expediciones a las profundidades de los océanos el científico saciaba la fascinación que sentía por la fauna marina desde sus años de escolar en Suiza. Los mayores logros en las inmersiones estaban reservados sin embargo para otro Piccard: su hijo Jacques. Aunque el joven había decidido orientar sus estudios hacia la economía, sería él —siguiendo los pasos de su padre— quien en 1960 contemplaría a casi 11.000 metros de profundidad el misterioso universo de la fosa de las Marianas.

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NOAA

En su travesía al abismo Jacques estuvo acompañado por Don Walsh, teniente de la Marina de Estados Unidos. El 23 de enero —solo unas semanas después de alcanzar la marca de 7.200 m— se subieron a bordo del batiscafo Trieste para zambullirse en la sima más tenebrosa del planeta: la Challenger. Entre maniobras, expedición y los viajes de descenso y ascenso, la aventura duró más de ocho horas y media, un largo período durante el que la pareja tuvo que hacer gala de unos nervios de acero. Debido a la tremenda presión que soportó el submarino, una de sus ventanas llegó a fracturarse durante la maniobra de ascenso.

En 1954, con 70 años, Auguste se retiró como profesor universitario y se trasladó de Bruselas a su Suiza natal. Ocho años después fallecería en Lausana. Antes, el alter ego del famoso profesor de la saga de Tintín tuvo tiempo de escribir una autobiografía con un título que condensa la vida del sabio suizo: Sobre las nubes, bajo las olas. “El profesor Tornasol es una versión reducida de Piccard, el real era demasiado alto y hubiese tenido que agrandar las viñetas”, llegaría a decir Hergé en un guiño que iba más allá de la estatura de Auguste.

Una saga de sabios

A lo largo de su carrera Piccard diseñó una nueva cabina hermética y presurizada para vuelos en globo y un batiscafo con el que revolucionó la inmersión submarina, ayudó a alcanzar cotas de récord tanto en la estratosfera como en los océanos y fue además uno de los grandes físicos del siglo XX. Su silueta destaca en la célebre instantánea del Congreso Solvay de 1927, donde se alza como el más alto entre titanes. Uno de sus grandes legados es sin embargo la estirpe de sabios que fundó.

Los genes de la familia Piccard chorrean talento. Auguste venía ya de una familia de científicos. Su padre, Jules, enseñaba Química en la Universidad de Basilea y su hermano gemelo Jean-Felix —sí, había dos profesores Tornasol a la vez paseándose por Suiza a principios del XX— fue también un investigador brillante que destacó en el desarrollo de globos aerostáticos.

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Con el paso de los años su hijo Jacques se convirtió en un auténtico capitán Nemo. Además de la hazaña que protagonizó con Walsh en 1960, a lo largo de su carrera alcanzó grandes hitos: a finales de los años 60 recorrió 3.000 kilómetros en uno de sus submarinos para estudiar la corriente del Golfo. Tres décadas después su hijo y nieto de Auguste, Mar Bertrand Piccard, demostraría tener la misma sangre al completar el primer vuelo en globo sin escalas alrededor del mundo. La travesía duró casi 20 días. En 2012 Bertrand firmaba un nuevo éxito al cruzar el Mediterráneo a los mandos de un avión de energía solar.

El árbol genealógico de los Piccard recuerda al de otras grandes sagas en las que el talento corre de rama en rama como savia. El fecundo genio del matrimonio Curie, por ejemplo, ha alumbrado a varias generaciones de grandes científicos. La suma de talento de Marie y Pierre pasó a sus hijas Irène y Ève Denise. La primera siguió la carrera científica y ganó un Premio Nobel de Química en 1935, meses después de la muerte de Marie.

Sus hijos Hélène y Pierre mantienen esa estela y son dos científicos destacados: física nuclear ella, bioquímico él. El brillo de los Curie no se apaga con sus carreras. En 1951 Hélène tuvo un retoño con Michel Langevin —nieto de Paul Langevin— al que llamaron Yves. El miércoles cumplió 67 años y es un reconocido astrofísico que da nombre a un asteroide.

Familias de genios: cuando el Nobel pasa de padres a hijos

Algo similar ocurrió con Albert Einstein y Mileva Maric. El mayor de sus hijos —se supone que Lieserl, la primogénita del matrimonio, murió hacia 1903, a los pocos meses de nacer—, Hans Albert, ejerció como profesor universitario en Berkeley y sus logros le valieron bautizar unos premios de la Sociedad Estadounidense de Ingenieros Civiles (ASCE).

La lista de “dinastías” científicas es larga: los Thompson, Bragg, Bohr, Siegbahn… Ninguna otra sin embargo ha inspirado a uno de los personajes más reconocibles de la historia del cómic. Ninguno —quizás con la honrosa excepción de Albert Einstein— ha contribuido tanto a cincelar en la imaginación de los niños de Chambers la imagen arquetípica de los científicos.

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