El civismo o urbanidad se refiere a las pautas mínimas de comportamiento social que nos permiten convivir en colectividad. Son cosas como devolver el carro de la compra a su lugar en vez de dejarlo en el aparcamiento, un poco más de lo mismo respecto al portamaletas del aeropuerto, dejar la basura dentro de los barreños y no fuera de ellos, y separar residuos como siguiente nivel, usar las papeleras en lugar de tirar las cosas por el suelo, no dejar los excrementos de tu perro en las aceras, no cruzar con el semáforo en rojo o no usar las plazas de discapacitados si no lo eres y todas esas pequeñas normas que desde pequeños nos han dicho que son lo correcto.

Civismo es cómo se comporta la gente y cómo convive en sociedad. Se basa en el respeto hacia el prójimo, el entorno natural y los objetos públicos; buena educación, urbanidad y cortesía. La aprendemos en buena parte a base de ejemplo e imitación aunque también recibimos lo denominado educación cívica, educación para la ciudadanía, civismo o formación ciudadana de mano de nuestros padres y, más recientemente, en asignaturas que se han adherido al programa escolar en algunos lugares. De hecho, algunos países tienen una educación ciudadana más extrema que otros: en Japón está mal visto sonase, comer mientras se camina por la calle, ir de visita sin un regalo o simplemente negarse directamente a algo—.

La economía conductual ha intentado estudiar por qué unas personas las siguen mejor que otras. O, más bien, por qué el mismo individuo puede tomar muy en serio unas, como reciclar, pero dejar el carro en el aparcamiento no le parece para tanto aun si es más fácil de hacer. Lo que se ha descubierto es que nuestro sentido de la moralidad está asociado al grado de "mal" con el que nos sentimos cómodos y varía porque ciertos estímulos nos han enseñado que unas cosas son más importantes de cumplir que otras. Además de que cualquier resultado importante en el comportamiento, como pudiera ser la conducta “delictiva”, presenta numerosas causas interrelacionadas, cada una de las cuales tiene innumerables efectos potenciales que originan una prodigiosa complejidad ambiental.

Así, lo que ha quedado bastante claro es que es más fácil cambiar el entorno que las entrañas. El entorno nos enseña. Si se cambia el ambiente y se deja que las nuevas señales hagan el trabajo, la personalidad se modifica mucho más fácil que con lo que se ha intentado hasta ahora: incrementar la probabilidad de sorprender al infractor o aumentando la magnitud del castigo. Walter Lippman decía que “por encima de las demás necesidades del hombre: hambre, placer, fama —la vida incluso—; lo que más le hace falta al ser humano es la convicción de que está incluido en la disciplina de una existencia ordenada”. El primer argumento a favor de esta idea sobre la importancia del entorno data de la Teoría de las ventanas rotas, una teoría de criminología que sostiene que mantener los entornos urbanos en buenas condiciones puede provocar una disminución del vandalismo y la reducción de las tasas de criminalidad, pero posteriormente se han hecho muchos otros estudios, incluso se ha aplicado en la tolerancia la deshonestidad (The Honest Truth About Dishonesty — Dan Ariely): “Nuestro sentido de la moralidad está asociado al grado de engaño con el que nos sentimos cómodos, no es racional frente a costes y beneficios o a la posibilidad de ser descubiertos; queremos seguir considerándonos, y que nos consideren, personas honestas y sentirnos bien con nosotros mismos —motivación del ego— y por el otro lado, también sacar provecho”.

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Así, resulta que hay muchos estímulos compitiendo en nuestro cerebro frente a cada decisión cívica. Hay personas siempre devuelven sus carros al receptáculo, independientemente de lo lejos que ha aparcado o la prisa que tengan. Normalmente son tachadas de “tan buenas que son tontas” pero lo hacen porque se sienten en la obligación de hacerlo. Es un deber moral. O se sienten mal por las personas responsables de la recogida de los carros, en lo que juega un papel básico el grado de empatía que tengan. En realidad, muchos científicos creen que la capacidad para compartir inconscientemente el dolor de otro es no sólo un componente básico de la empatía, sino también que a través de esa misma emoción, el que configura a la ética.

Hay personas que volverán sus carros si estacionaron cerca y se ve tan fácil que es deleznable no hacerlo, si ven al asistente que los recoge y su empatía juega en su contra, si está presente el propietario del coche adyacente para juzgarle y despertar su vergüenza o si tienen niños y la obligación de darles buen ejemplo les incita. Sin embargo, también hay otras personas que nunca los devuelven, y la razón personal que se suelen dar es que es el trabajo de otra persona: “para eso le pagan”.

¿Cómo transformar a los últimos en los primeros? Ambiente y código.

Las conductas de otros influyen en nuestra idea de lo que está bien y lo que está mal. Si vemos a otros haciendo las cosas mal, pensamos que nosotros también podemos hacerlas. A su vez, esto sigue la cadena pues presuponemos que algo es bueno (o malo) basándonos en el resultado de nuestro propio comportamiento previo. Se crean expectativas a partir de experiencias repetidas, si haciéndolo mal nunca pasa nada y, además, otros lo hacen, ese comportamiento pasa a ser la nueva normalidad.

Lo mismo ocurre si otros no nos ven, dada la llamada Teoría de recuperación de la atención: «Soy lo que creo que tú crees que soy». Al final, un hombre tiene tantos yoes como individuos hay que le conocen y llevan en su mente una imagen de él.

En cuanto al código, sólo con intentar recordar los patrones morales afecta a la conducta. Se han hecho estudios recordando códigos éticos y morales a los sujetos, para luego probar su honestidad. El resultado es que basta con tener que enfrentarse al estímulo que supone cualquier código moral —y vale desde los mandamientos de cualquier religión al código penal o las meras instrucciones de comportamiento de una institución académica— para sentirse en la obligación de seguirlo, aún si no se cree en dicho código (los mandamientos funcionaban con proclamados ateos, no se sigue el código en base a la creencia sino en base a la consideración para con este).

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Por otra parte, la explicación de por qué parece que el civismo está en caída libre, podría explicarlo la mera modernidad. Parece que las personas caen en tentaciones más a menudo cuando la parte encargada del pensamiento deliberado —esto es la cognición, definida por Richard Restak como “la capacidad de nuestro cerebro para atender, identificar y actuar”— está ocupada en otra cosa. Y bien sabemos que hoy en día siempre estamos ocupados en otra cosa, por no decir, en cualquier cosa. Así, la prisa nos impide decidir deliberadamente y la ausencia de esa toma de decisiones, reblandece nuestra cognición: “las personas mentirosas tienen un 14% menos de materia gris pero más materia blanca para hacer mayores conexiones de ideas; lo que podría explicar por qué entre las personas creativas hay más deshonestos”. Al final “un cerebro es el registro de una vida, las redes de conexiones neuronales construyen la manifestación física de los hábitos, la personalidad y las preferencias. Cada uno es la entidad ‘espiritual’ que surge de las redes existentes en su cabeza” (The Social Animal — David Brooks).

Así, ahí podría estar la clave: en nuestra pertenencia social y en evitar el registro erróneo, o revertirlo, por imitación del ambiente correcto.

A nivel social, la pertenencia es la circunstancia de formar parte de un grupo, una comunidad u otro tipo de conjunto. El sentido de pertenencia, por tanto, es la satisfacción que experimenta una persona al sentirse parte integrante de un grupo por el mero hecho de pertenecer a él. Los seres humanos tienen una fuerte necesidad de sentirse conectados, formar parte de algo más grande. De hecho, lo que nos hace humanos es, entre otras cosas, nuestra necesidad social y nuestra tendencia a ordenar el caos. En ausencia de interacción y normas, el humano no sabe qué hacer con el bien y el mal —salvo unas pocas cosas; por ejemplo, hay estudios que tratan de demostrar que la empatía frente al dolor es innata—. De hecho, el civismo, o algo parecido a él aunque más primitivo, es experimentado incluso por los animales que tienen manadas: los lobos hacen un "arco de la disculpa" después de cualquier tipo de infracción que el resto de la manada considera socialmente inaceptable.

Por tanto, se trabaja con la premisa de que la forma más fácil de hacer a las personas más cívicas es recordarles que pertenecen a una sociedad, su código de valores y el porqué del funcionamiento de este. Sí, realmente puede valer cualquier código de pertenencia: patriotismo, nacionalismo, ideología, pura ética personal... Así que se puede configurar a la gente para bien o para mal, crean en él o no, si el camino es marcado en todo momento, el mero hecho de verlo, y ver a otros cumplirlo, incitará a los individuos a respetarlo. Por lo tanto, la clave parece ser el simple buen ejemplo.

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