El cine sobre fantasmas, mayoritariamente de terror, suele encandilar a los cinéfilos. La idea infundada de que hay algo, otra vida, después de la muerte o de que los difuntos siguen en este mundo y nos rodean de forma espiritual es milenaria, y muy poderosa para los que no lidian con la incertidumbre de la existencia sin recurrir a ilusiones de ultratumba. Por eso nos chiflan las pelis sobre casas encantadas, aunque uno puede llegar a preguntarse qué les ocurre a los muertos para que se comporten como si se les hubiese ido la pinza en el otro barrio con muy mala uva por lo que vemos en ellas.
Pero hay conductas agresivas o simplemente fastidiosas de los espectros muy bien justificadas en algunos filmes, no muchos; y si a su historia se la combina con el estilo y los ingredientes intrigantes que le encantaban a Alfred Hitchcock (La soga) y el realizador los presenta con la suficiente habilidad, puede salir una obra muy apetecible. Y esto lo entendió Robert Zemeckis de maravilla cuando quiso dirigir Lo que la verdad esconde (2000), un misterio fantasmagórico en el que se ve envuelto el matrimonio formado por Claire (Michelle Pfeiffer) y Norman Spencer (Harrison Ford), según un libreto de Clark Gregg (Asfixia).
Si Big Fish (2003) es la última gran película de Tim Burton y hace ocho que no estrena ninguna verdaderamente interesante, el caso de su compatriota Zemeckis merece una mayor preocupación. Tras propuestas tan gozosas como la trilogía de Regreso al futuro (1985-1990) y los largometrajes La muerte os sienta también (1992), Forrest Gump (1994) y Contact (1997), parece que Lo que la verdad esconde es el último triunfo indiscutible del cineasta. Y después solo ha sobresalido en cierta medida con Náufrago (2000) y Beowulf (2007), conque lleva trece largos añitos limitándose a cumplir, y veinte sin deslumbrarnos.
Resulta inevitable que los elementos narrativos de Lo que la verdad esconde nos traigan a la mente películas de Hitchcock como Sospecha (1941), La sombra de una duda (1943), Recuerda (1945), La ventana indiscreta (1954) o Marnie, la ladrona (1964). Pero esto se debe a que es un deliberado homenaje de Clark Gregg, Sarah Kernochan, coautora de la trama, y Robert Zemeckis al legado inmortal del director británico. Y consiguieron un brillantísimo cóctel de algunos de sus intereses en la intriga cinematográfica, de sus grandes éxitos como uno de los artistas más influyentes del séptimo arte y, claro, lo sobrenatural.
Su planificación visual serena y medida al milímetro y su montaje pulcro y esmerado le confieren a Lo que la verdad esconde una postura de observación implacable de sus inquietantes acontecimientos, y así, su angustia no es artificial. Postura que se matiza con la fabulosa banda sonora de Alan Silvestri, habitual de Zemeckis, que se debate entre partituras que nos obligan a pensar en lo que Bernard Herrmann compuso para Hichcock, como el logro irresistible de Psicosis (1960), la muy desasosegante de Wendy Carlos y Rachel Elkind para El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) y sus propios temas de buqué fantasmal.
El suspense nunca decae porque los estupendos giros de su guion, que van quitando las distintas capas de la verdad oculta, se producen en el momento oportuno y sin enojosas alharacas, ocurrencias grotescas ni salpicaduras de hemoglobina gratuitas. Y la tensión se sostiene en su tramo final de un modo admirable, apoyada sobre los hombros de un desacostumbrado Ford y la siempre impagable Pfeiffer, y debería servir de ejemplo en las escuelas de cine. Porque, tras veinte años, uno no ha podido olvidar algunas de sus composiciones visuales ni, caray, esa escena terrible en la bañera, de tirarse de los pelos en la butaca.