Pocas cosas novedosas se pueden decir a estas alturas sobre el cineasta británico Alfred Hitchcock y sus icónicas películas, que han hecho disfrutar y sufrir tanto a los espectadores durante décadas y que han influido en otros directores y, así, en la evolución del cine más de lo que pueda imaginarse. El apodo de Maestro del Suspense no es nada gratuito: las intrigas criminales eran su especialidad, y las llevó al límite con hondura en sus ingredientes psicológicos y un talento para la composición audiovisual de los que hacen época. No parece muy discutible señalar a Psicosis (1960) como su obra más importante por lo que supuso para el medio, pero tal vez la mejor sea La soga (1948).
Porque no es lo mismo importancia e influencia que las virtudes del conjunto. Y no queremos decir que el inmortal thriller sobre el enfermizo Norman Bates (Anthony Perkins), con guion de Arthur Laurents según el libro de Robert Bloch, carezca de méritos o que tenga solo algunos. Habría que estar tan loco como él para pretender semejante disparate, o tan cegato como Rompetechos. La planificación, el montaje y la banda sonora en la escena de la ducha de Psicosis continúa dejándonos con la boca de par en par, sin perder su categoría mítica por mucho que la veamos. Pero el asombro de la propuesta de La soga persiste en mayor medida, ha envejecido mejor como experimento unitario.
Tal vez se trate de una apreciación personal, pero esta circunstancia no implicaría que no pueda argumentarse de un modo convincente. Por ejemplo: si bien la rompedora Psicosis es de lo más osada por deshacerse de su protagonista, Marion Crane (Janet Leigh), a medio metraje, una osadía mayor supone que La soga esté narrada casi con un único plano secuencia, falseado mediante trucajes más o menos evidentes, eso sí, para los analistas. Porque esta decisión de Hitchcock, no solo se aparta por completo de la forma de rodar y del montaje tradicionales, los de la inmensa mayoría del cine pasado, presente y futuro, sino que fue el primero que la tomó para casi la totalidad de un largometraje.
Esto conlleva una ruptura con las costumbres cinematográficas muy superior a un giro tan relevante de libreto, aunque ese giro resulte muy inusual. Y los que se refieren a La soga como “teatro filmado” no han entendido ni un poco de qué diantres va el asunto. Para empezar, las actuaciones sostenidas en un espacio permanente y reducido, sin cortes en la filmación hasta lo inevitable, no guardan relación alguna con lo de veras definitorio del cine, que es el enfoque de la cámara. Y la cámara incisiva de Hitchcock se mueve como corresponde. Él no se limitó a dejarla colocada ante el decorado y se dispuso a grabar al elenco en sus papeles. Y su planificación no tiene nada que ver con el teatro.
Porque el cine dirige el punto de vista de los espectadores, aspecto esencial que no se resume diciendo que una escena ha sido filmada. Por otro lado, ni las singulares maniobras de secretismo en el rodaje de Psicosis y en su exitosa promoción para poner los dientes largos al público, ni que inaugure el slasher como subgénero de terror o rebase los límites de la intimidad sexual y la violencia representadas hasta el momento son factores de excesiva relevancia narrativa. Además, su gran giro desconcertante, que trastoca las expectativas de los espectadores, ya se encontraba en la novela de Bloch. Así que no es propiamente mérito de Hitchcock ni de su guionista, Joseph Stefano, más allá de su audaz determinación de incluirlo sin melindres en la película.
Pero, claro, el innovador experimento del falso plano secuencia para casi todo un largometraje —casi por el plano de los títulos y el corte subsiguiente hacia el secuencial y otro en medio— no basta para describir La soga como lo que más merece la pena de Hitchcock. Por encima, no solo de Psicosis, sino también de las otras obras de gran calibre que realizó el cineasta londinense, sea Rebeca (1940), Náufragos (1944), Encadenados (1946), Extraños en un tren (1951), Crimen perfecto, La ventana indiscreta (1954), Vértigo (1958), Con la muerte en los talones (1959) o Los pájaros (1963), llenas de virtudes dramáticas, ingenio fílmico, fuertes emociones e imágenes que nunca se marchitarán. Habrá que ver también qué contiene el largo plano de La soga.
Una intriga perversa y deliciosamente irónica con un humor entre la socarronería y lo retorcido, natural en unos personajes tan esquinados como el Brandon Shaw de John Dall, el Phillip Morgan de Farley Granger y el Rupert Cadell de James Stewart, unas interpretaciones de una credibilidad meridiana y a prueba de bomba, un crescendo de inquietud difícil de superar y algunos encuadres muy eficientes para poner al respetable de los nervios. Con todo lo anterior, La soga fascina a un nivel no muy distinto al de Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), otra película que adapta una obra de teatro, por su lúcido aprovechamiento de cuantos recursos hay a su alcance para la puesta en escena y el drama terrible que se desarrolla. El mayor triunfo de Alfred Hitchcock.