El californiano Tim Burton es un director de cine muy querido. Sus historias de fantasía tétrica, en unas cuantas ocasiones protagonizadas por freaks y otros inadaptados con los que el público no puede resistirse a empatizar, nos roban el corazón cuando de veras brillan. Sin embargo, no todos le tienen por un buen cineasta, y hay quien considera que mucho del mérito de sus películas es de los diseñadores artísticos y de producción. Pero, si ha trabajado con diferentes profesionales de estas áreas y conserva su impronta, será porque posee un estilo propio, distinguible del de otros realizadores, que deja en sus obras.

Su característico surrealismo gótico nos lo presentó en la desfachatada Beetlejuice (1988), que no había sido su debut en el largometraje sino el encargo fallido de La gran aventura de Pee-wee (1985). Pero Batman (1989) se reveló pronto como su primera aportación verdaderamente extraordinaria al cine, a la que luego siguieron, entre otras, la inolvidable Eduardo Manostijeras (1990), la más oscura Batman vuelve (1992), la interesante Ed Wood (1994), la aterradora Sleepy Hollow (1999) o Big Fish (2003), su última gran película hasta la fecha. Y eso que ha estrenado otras nueve más desde entonces.

big fish tim burton
Columbia

La adaptación de Charlie y la fábrica de chocolate (2005) era muy apropiada para su estilo y sus personajes excéntricos de costumbre, y resulta bastante encantadora, pero a los números musicales de los Oompa Loompas no les falta mucho para caer en el ridículo. Esa tentativa que es La novia cadáver (2005) para reproducir las maneras y el éxito de la deliciosa Pesadilla antes de Navidad (Henry Selick, 1993), cuya historia y bocetos pertenecían a Tim Burton, le salió la mar de convincente. Tanto como el sangriento musical Sweeney Todd: El barbero diabólico de la calle Fleet (2007).

Daba la sensación de que la versión nueva y en imagen real de Alicia en el País de las Maravillas (2010) fuese también un proyecto perfecto para él por el surrealismo fantástico que entraña su aventura, pero el filme no le quedó muy allá, aceptable como mucho. Tampoco Sombras tenebrosas (2012), que a veces uno no tiene ni idea de a dónde se dirige. Si bien ninguna de estas dos últimas obras se aproxima a despropósitos como Mars Attacks! (1996) o El planeta de los simios (2001). Y Tim Burton se pudo redimir con Frankenweenie (2012), su estupendo acercamiento perruno y animado al mito de Frankenstein.

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Más tarde, lanzó Big Eyes (2014), decente y con los pies en la tierra; la entretenida y madura pero poco destacada El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares (2016) y la blandita y emocionalmente lograda Dumbo (2019), con su segundo director de circo ambulante para Danny DeVito. Pero ninguna de las nueve se codea con Big Fish, incluida en el catálogo de Netflix semanas atrás. Es grande porque es muy hermosa, una mezcla de cautivadora fantasía y el conflicto paternofilial de Ed y Will Bloom, la primera apuesta de Tim Burton por el realismo dramático unido a su habitual mundo maravilloso.

Una obra metanarrativa que aborda el hecho de contar buenos relatos, de los límites a veces difusos entre la ficción y la llaneza de la realidad, disfrazada por un cuentista para esconder lo simple y lo gris, de como construimos nuestra vida e identidad personal y lo que las enriquece y perdura en el recuerdo de nuestros seres queridos. Con imágenes bellas e insólitas, una de las partituras inspiradas de Danny Elfman, actores tan impagables como Albert Finney o Jessica Lange y un último tramo esplendoroso, emotivo, perfecto. Nos encantaría que Tim Burton volviese a regalarnos algo al nivel de Big Fish.

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