En 1992, un equipo de científicos del Hospital Universitario de Leiden, en Bélgica, describió el caso de un hombre de 35 años, que había experimentado fiebre episódica de origen desconocido durante un periodo de 13 años. Los chequeos no daban con el motivo de su padecimiento, que además no parecía solucionarse con los fármacos antipiréticos utilizados habitualmente, por lo que, como último recurso, se decidió utilizar medicamentos psicotrópicos y técnicas de relajación, con el fin de comprobar si se trataba de un síntoma psicosomático. Y así fue. Poco después de comenzar el tratamiento, la fiebre del hombre remitió y no volvió a descontrolarse sin causa aparente.

Esta fue una de las primeras veces que se empleó el término “fiebre psicogénica”, para definir la elevación de la temperatura corporal como reacción a una situación mantenida de estrés. Normalmente es un aumento de temperatura mínimo, que se sitúa dentro de lo considerado como normal, por lo que no llega a ser perceptible. No obstante, en ciertas ocasiones puede situarse entre 37ºC y 38ºC, e incluso por encima de esa cifra en casos extremos.

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Puede que muchos de nosotros alguna vez hayamos tenido unas décimas de fiebre por esta razón y ni siquiera nos hayamos dado cuenta. Sin embargo, ahora nos encontramos en un momento idóneo para que podamos percibirlo. Por un lado, el miedo a contraer la COVID-19 nos puede llevar a vigilar nuestra temperatura constantemente y, por otro, ese mismo miedo es capaz de inducir tanto estrés que, en algunos casos, termine por subirnos la fiebre. Ahora bien, ¿sabemos a qué se debe? Durante mucho tiempo fue un misterio. Sin embargo, con el paso de los años muchos científicos han logrado tirar del hilo hasta encontrar el punto del cerebro en el que se maquina todo. Lo han analizado muchos investigadores, pero es especialmente relevante el trabajo del doctor Kazhujiro Nakamura, de la Universidad de Nagoya, de Japón.

Un viaje por el cerebro

En 2014, el equipo de Nakamura emprendió un viaje por el cerebro de sus ratas de investigación, con el fin de determinar dónde se genera ese fenómeno, que para entonces ya había sido bautizado como “hipertermia psicológica inducida por estrés”.

Procedieron a inyectar una serie de drogas, que inhibían diferentes regiones cerebrales, analizando después los efectos que se desencadenaban. Así fue como descubrieron que, al bloquear unos receptores conocidos como adrenoreceptores beta3, los roedores dejaban de experimentar ese aumento de la fiebre bajo una situación de estrés. Se sabe que estos receptores están implicados en el control de la estimulación de las células de la grasa parda, implicada en el aumento de la temperatura corporal.

También sabían que esta reacción corporal está mediada por una vía cerebral formada por la conexión entre dos regiones, la del rafe medular rostral y el hipotálamo dorsomedial. Esta vía no solo controla la termogénesis inducida por la grasa parda, sino que también se encarga de controlar las respuestas cardiovasculares.

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Es bien sabido que, ante una situación estresante, se produce lo que se conoce como una reacción de lucha o huida, en la que el cuerpo se prepara para llevar a cabo cualquier de estas opciones. Es un fenómeno generado evolutivamente como respuesta a amenazas y está relacionado con los famosos síntomas de la ansiedad: aumento del ritmo cardiacao y la presión arterial, sudoración, hormigueo en las extremidades… No sería extraño que también tuviese lugar un aumento de la temperatura, ya que los músculos se calentarían de cara a esa ansiada huida. No obstante, era necesario comprobar si ocurría realmente lo que empezaban a imaginar.

Para ello, procedieron a estimular a través de luz esa vía cerebral concreta y comprobaron que tanto el ritmo cardiaco como la presión arterial disminuían y se generaba un aumento notable de la temperatura corporal en ratas anestesiadas. Solo faltaba saber quién se encarga de llevar la información necesaria entre las dos regiones cerebrales implicadas. Y es que, para que la información en forma de señales eléctricas fluya entre las neuronas, es necesario el papel de unas sustancias, conocidas como neurotransmisores. En este caso, comprobaron que al bloquear en el rafe medial rostral la acción de uno de ellos, llamado glutamato, ni siquiera la estimulación a través de la luz lograba generar el efecto anterior.

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En definitiva, la subida de la fiebre generada por estrés está controlada por una vía cerebral, que una el rafe medial rostral con el hipotálamo dorsomedial y envía la información usando al glutamato como mensajero.

Parecía estar todo resuelto. Sin embargo, hace apenas unas semanas estos mismos científicos han publicado un nuevo estudio, esta vez en Science, en el que añaden dos nuevos actores a la función. Se trata de la corteza peduncular dorsal y la tenia tecta dorsal, ambas conectadas también con el hipotálamo dorsomedial.

El marcaje de las neuronas presentes en estas dos regiones permitió comprobar que se activaban bajo una situación de estrés.

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En este caso, utilizaron como estresor a otro roedor más agresivo, colocado con el resto de ratas en la jaula. Se generaron todos los efectos que ya venían observando desde 2014. No obstante, cuando se administró a los animales una dosis de una sustancia psicoactiva, conocida por inhibir los circuitos generados entre la corteza peduncular dorsal y la tenia tecta dorsal, la temperatura dejó de aumentar y el ritmo cardiaco y la presión arterial disminuyeron.

En definitiva, lo que observaron aquellos científicos en 1992 es mucho más que una suposición. Hay unas vías neuronales muy claras implicadas en que, ante una situación estresante sostenida como la que supone el coronavirus, la fiebre suba, sin que eso implique que tenemos ninguna infección. Por fin parece que saldremos poco a poco de nuestro confinamiento; pero, como ya han venido avisando los expertos, esto también supondrá una gran fuente de estrés. Por eso es tan importante que, del mismo modo que vigilamos la posibilidad de tener síntomas de COVID-19, cuidemos también nuestra salud mental. Ahora y siempre.

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