Durante los últimos días, el tema de la carne roja se ha convertido en uno de los hits de los medios de comunicación y las conversaciones de bar. “¿Te has enterado de que al final la carne roja no es tan mala? Así no hay quién se aclare”. El tema está alcanzando la candencia que en su día tuvieron los huevos y el colesterol. ¿En qué quedamos? ¿Debemos o no debemos tomarla?
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La razón de tal revuelo ha sido la publicación en Annals of Internal Medicine de un estudio en el que se realiza una revisión sistemática de las evidencias existentes sobre los efectos del consumo de esta carne, tanto procesada como sin procesar. Finalizado el análisis, sus autores concluyen que no existen pruebas convincentes de que la carne sea dañina y que, por lo tanto, se pueden mantener las pautas actuales de consumo. Estos resultados generan cierta desconfianza entre algunos consumidores, que piensan que alguien les engaña, o los investigadores que apuntan a los peligros de estos alimentos, o los que ahora concluyen que en realidad no son tan malos. La propia comunidad científica se ha mostrado molesta por el peligro que puede suponer manifestar tan tajantemente unas conclusiones a las que se ha llegado a través de la que consideran una metodología poco adecuada. De hecho, varios científicos han enviado una carta a la revista, solicitando la retirada del artículo. Por el momento no se ha tomado ninguna medida al respecto y la polémica está más que servida.
Carne roja y cáncer
En 2015, la Organización Mundial de la Salud publicó un polémico informe en el que anunciaba que la Agencia Internacional para la investigación del Cáncer (IARC por sus siglas en inglés) había añadido las carnes rojas procesadas al nivel 1A y las no procesadas al 2A de la clasificación de carcinógenos.
Esto indicaba que las primeras se consideran como carcinógenas para el ser humano y las segundas como probablemente carcinogénicas. Si nos centramos en estas últimas, que se hayan podido clasificar a este nivel significa que existen pruebas limitadas de su carcinogenicidad en humanos y pruebas suficientes de la misma en sujetos de experimentación animal. Junto a ellas se encuentran otros agentes tan dispares como los gases de combustión o trabajar en turno de noche.
A la hora de considerar la clasificación de cada agente es importante tener en cuenta que la lista de la IARC no se hace en función del efecto que tiene cada sustancia sobre el cáncer, sino de la evidencia científica que existe sobre esta relación. Lo ha explicado a Hipertextual Miguel A. Lurueña, doctor en Ciencia y Tecnología de los Alimentos y autor del blog Gominolas de Petróleo. “Si una sustancia se clasifica en el grupo 1 es porque se tienen evidencias sólidas de que una exposición a ellas aumenta el riesgo de cáncer”, aclara. “Es lo que ocurre con la carne procesada. En este grupo también se incluye el tabaco, pero eso no significa que sean igual de peligrosos, ni mucho menos. El riesgo de aumento de cáncer debido al consumo de carne procesada es muchísimo menor que el riesgo que supone el tabaquismo”. Pero entonces, ¿qué pasa ahora con la carne sin procesar? “La carne roja se clasifica en el grupo 2A, lo que significa que las evidencias existentes llevan a pensar que es un probable carcinógeno, es decir, las evidencias no son contundentes, aunque apuntan en ese sentido. La nueva revisión indica lo contrario, pero como ya ha manifestado la comunidad científica, la metodología empleada deja bastante que desear y no permite realizar afirmaciones tan contundentes como ha hecho”, recuerda el experto. “Sirva como ejemplo que en sus conclusiones invitan a la población a seguir con su consumo habitual de carne roja y carne procesada cuando a la vez reconocen que el nivel de evidencia para hacer esas recomendaciones es bajo y el grado de las recomendaciones es débil. En definitiva, la clasificación de la IARC debería quedarse como está, al menos hasta que no se encuentren evidencias más sólidas en sentido contrario”.
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En cuanto a las razones por las que el abuso de carne roja no es saludable, las causas no están del todo claras, según ha narrado Lurueña a este medio. No obstante, sí que existen algunas teorías al respecto. “No creo que se pueda decir categóricamente que la carne roja es perjudicial para la salud”, aclara. “Se podría decir que un consumo excesivo parece asociarse a un aumento del riesgo de sufrir determinadas enfermedades como cáncer colorrectal y trastornos cardiovasculares”. Entre las razones que se barajan, destaca su contenido en hierro hemínico, que favorece la formación de compuestos dañinos para el intestino, la aparición de sustancias tóxicas con su cocinado a alta temperatura, la influencia de la microbiota intestinal y la existencia de factores genéticos individuales que condicionen la forma en que cada persona metaboliza la carne. Además, es importante tener en cuenta que si alguien abusa de los productos cárnicos posiblemente lo haga desplazando otros alimentos mucho más saludables, como la fruta y las verduras, que además contribuyen en la prevención del cáncer.
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Ya lo explica Lurueña en un hilo de su cuenta de Twitter. La metodología en este tipo de estudios es complicada, por la dificultad para comprobar los efectos de un alimento concreto en la salud de una persona.
En el caso de la carne, por ejemplo, no es ético pedir a alguien que se alimente a base de carne roja, para “esperar a ver qué pasa”. De forma muy simplificada, lo que se hace es llevar a cabo un seguimiento de personas, comprobar si la incluyen voluntariamente en su dieta y, en ese caso, determinar qué proporción de ellos desarrollan problemas de salud como el cáncer. El problema es que se deben tener en cuenta también otros factores que pueden haber influido. Por ejemplo, es posible que una persona que fuma varios cigarrillos diarios y toma carne roja ocasionalmente desarrolle un tumor, pero con gran probabilidad se deberá al tabaco. Pasa lo mismo con otros agravantes, como el sedentarismo o el consumo de alcohol. Aunque a veces es difícil discernir qué agentes están causando un empeoramiento en la salud del individuo, se intenta tener todos en cuenta, para considerar cada efecto de forma independiente. Ahora bien, ¿qué diferencia a este último estudio del resto?
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La mayor crítica hacia él por parte de la comunidad científica proviene de que sus conclusiones no se corresponden con los metaanálisis en los que se basa, como cuenta el nutricionista Juan Revenga en un artículo para El Comidista. Todos ellos apuntan a que un consumo elevado de carne roja se relaciona con un empeoramiento de la salud, tanto a nivel cardiometabólico como de probabilidad de contraer un cáncer. Sin embargo, la recomendación final del estudio es que no hay evidencias suficientes para considerar que se deba disminuir el consumo de este producto. También se critica que la metodología utilizada es útil en estudios de intervención, pero no en observacionales. Finalmente, la mayoría de expertos muestran su desacuerdo con este trabajo por no haber considerado ensayos muy exhaustivos sobre el tema, como el PREDIMED o el Programa de Prevención de Diabetes. En definitiva, se podría decir que se han utilizado las pautas de evaluación de un teléfono móvil para valorar un ordenador y que, además, algunos de los puntos más importantes a tener en cuenta se han dejado en el tintero.
¿Qué hacemos entonces?
Hasta aquí queda claro que este último estudio no ha usado la mejor metodología posible. Pero entonces, ¿podemos comer carne roja o no?
En realidad, no se trata de poder o no poder, sino de controlar la dosis. En este punto, Lurueña aconseja seguir las recomendaciones de el Fondo Mundial de Investigación contra el Cáncer (WRCF), que estima que la media poblacional no debería consumir más de 300 gramos de carne roja a la semana; es decir, no más de tres filetes pequeños.
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Además, todo esto debe complementarse con otros hábitos saludables, como practicar ejercicio regularmente, llevar una dieta adecuada, rica en frutas y verduras, y, por supuesto, evitar el alcohol y el tabaco, que sí que están clasificados en el nivel 1A por las evidencias existentes sobre su carcinogenicidad.