Aún en cama, el profesor alarga el brazo y tantea la mesilla hasta que sus dedos tropiezan con el reloj. Poco a poco sus ojos se acostumbran a la débil luz que se cuela por los estores. Faltan un par de minutos para las siete. A su lado, las sábanas suben y bajan con la ronca respiración de su esposa. El profesor se destapa con cuidado. Coge su pipa de brezo y las cerillas, desliza los pies dentro de las pantuflas -las suyas, las de su casa de Berlín; temía no encontrar unas tan cómodas en el hotel- y camina con paso lento hacia la ventana.
Tras subir los estores y abrir la cristalera, le golpea en la cara el viento gélido de Tokio… y el rumor de la multitud que abarrota la calle. Desde la tarde anterior un millar de personas lo espera frente al hotel. Lo aguardan a él, a Albert Einstein. Al genio. Para verlo, tocarlo, para estar cerca del físico a quien los diarios equiparan a Newton, cientos y cientos de personas han pasado a la intemperie toda una larga y fría noche del invierno nipón. Desde la cama, Elsa refunfuña y con la mano hace un gesto desganado a su marido. Él clava en ella sus ojos, aún legañosos, y la apunta con la pipa.
Ninguna persona viviente merece esta clase de recepción. Me temo que somos unos estafadores… Todavía acabaremos en la cárcel.
Poco después, ya vestidos, la pareja se asoma al balcón. En la calle un millar de admiradores estalla en vítores. Es diciembre de 1922. Un mes antes la Academia de Suecia había hecho público que Einstein al fin recibiría el Nobel que se le había resistido durante años.
Albert Einstein, ¿inventor del automóvil?
En su libro Einstein, su vida y su universo, Walter Isaacson relata la anécdota -aquí novelada- que Einstein y su segunda esposa, Elsa, vivieron durante su visita al país del Sol Naciente. Otras muchas parecidas protagonizaron a lo largo y ancho del mundo: en Estados Unidos, Francia, Palestina, Ceilán… Incluso en España, adonde el matrimonio Einstein llegó en 1923 por invitación de Julio Rey Pastor y Esteve Terradas. En las calles de Madrid el físico viviría de hecho uno de los instantes más hilarantes de su carrera cuando una castañera reconoció aquella alborotada melena que tantas veces había visto en las páginas de los diarios, su bigote, su raída chaqueta gris de lana, su pipa de brezo… Pero no alcanzaba a acertar quién era y qué había hecho exactamente el científico que tenía delante. “¡Viva el inventor del automóvil!”, le espetó la mujer, entre risas.
Aunque no pasan de anécdotas curiosas –a veces desternillantes-, los episodios que el físico encadenó durante décadas son la mejor prueba de la fama desorbitada que alcanzó en la segunda mitad de su vida. Después de que en 1919 una expedición británica confirmara su predicción de en qué medida la gravedad hace curvarse la luz, el genio de Ulm se erigió en una celebridad que movía multitudes a su paso. Como explica Manjit Kumar en su libro Quántum, accedió a “una forma de devoción reservada, hoy en día, a los cantantes y artistas de cine”. “Se convirtió en una supernova científica”, en palabras de Isaacson.
Seis décadas después de su muerte, su rostro es aún hoy uno de los más reconocidos de la historia, un icono de la cultura pop. Uno puede apostar casi con total certeza que en las aulas de ciencias de al menos la mitad de los institutos, junto a la foto del Congreso Solvay de 1927, cuelga la que tomaron al célebre padre de la teoría de la relatividad en 1951 sacando la lengua a cámara.
En realidad su gran brote de creatividad había ocurrido más de una década antes, en 1905, cuando -entre otros logros- formuló su teoría de la relatividad especial y aclaró los fundamentos de la mecánica cuántica. Tras la publicación de sus cuatro artículos trascendentales en la prestigiosa Annale der Physik, Einstein confiaba en conseguir reconocimiento, o cuando menos, un lugar en el mundo académico. Acertó en el fondo -no así en las formas; probablemente nunca imaginó el estrellato que alcanzaría-, pero desde luego erró en los tiempos. Lo que obtuvo en 1905 fue la admiración de un reducido pero selecto grupo encabezado por el eminente físico Max Planck, consejero editorial de los Annale. Años después, en 1919, uno de los primeros indicadores de la gran celebridad que cosecharía sería la prensa generalista.
Tras la sesión de noviembre de 1919 en la que la Royal Society y la Royal Astronomical Society confirmaron que la predicción de Einstein se ajustaba a lo que se había observado en mayo, durante un eclipse, Times publicó un gran titular en el que se leía “Revolución en la ciencia”. En Alemania el Berliner Illustrirte Zeitung iba más allá y lo situaba a la altura de Copérnico, Kepler y Newton. No todas las pasiones que desató fueron igual de entusiastas. Científicos como Philipp Lenard o Ernst Gehrcke -que además de antirrelativistas hacían gala de un recalcitrante antisemitismo- serían reacios a aceptar las ideas de Einstein. La propia Academia de Suecia esquivó la polémica que suscitaba su teoría de la relatividad otorgándole el Nobel de Física de 1921 –su primera nominación databa de más de una década antes, de 1910- por otra de sus aportaciones, menos controvertida: la ley del efecto fotoeléctrico. Fue necesaria esa carambola, 14 nominaciones, posponer el galardón un año… y todo el peso de la fama de Einstein para que la institución sueca diera el paso.
El precio de la fama: de ocultarse en una cabaña a pasear por la alfombra roja
Sobran ejemplos de la fama que a partir de 1919 fue creciendo como una gran bola de nieve en torno a Einstein. También del “efecto fan” que arrastró. Los responsables del teatro Palladium de Londres, por ejemplo, llegaron a ofrecerle un cheque en blanco a cambio de que apareciera en su escenario durante tres semanas. Al otro lado del océano, en EE.UU., cuando acompañó a Charlie Chaplin en 1931 durante el estreno de la película Luces de la ciudad, la pareja recibió una estrepitosa ovación. En Ginebra incluso le acosaban en la calle. Se cuenta que durante su visita a Palestina la gran multitud agolpada fuera de un edificio al que Einstein había acudido para una recepción hacía retumbar las puertas por su impaciencia.
La adoración que tanto rubor causó al físico en su balcón de Tokio en 1922 no era nada si se compara con lo que había vivido un año antes en su primera visita a EE.UU. Cuando arribó a Manhattan lo esperaban en el muelle decenas de reporteros. Más tarde el Metropolitan Opera House de Nueva York se llenó hasta la bandera por él. Pero sin duda el instante más ilustrativo lo protagonizó durante su visita a Connecticut junto al doctor Weizman, cuando el físico se paseó en automóvil en un desfile multitudinario que presenciaron cerca de 15.000 espectadores y que estuvo secundado por más de un centenar de coches, una banda de música e incluso veteranos de guerra con estandartes.
Tales cotas de fama resultaban en ocasiones insufribles para el antiguo funcionario de la oficina de patentes de Berna. Cuando en marzo de 1929 se preparaba para cumplir 50 años decidió refugiarse de la vorágine de reporteros que lo asediaban -meses antes había publicado su teoría del campo unificado entre gran expectación- y ocultarse en una pequeña cabaña a orilla del río Havel, en Berlín. Solo su familia y su ayudante sabían el paradero de Einstein. Su aversión al estrellato no era sin embargo absoluta. Oscilaba, más bien, con los vaivenes propios de una relación de amor-odio. De ocultarse en una cabaña, a pasear por la alfombra roja con Chaplin o desfilar entre miles de desconocidos rodeado de fanfarrias.
¿A qué se debía la fama sin parangón de Einstein? Una grandísima parte a la importancia capital de su trabajo. Otra no menor al contexto, con la Primera Guerra Mundial recién finalizada. Y un tercer factor clave de la ecuación fue sin duda el propio magnetismo personal de Einstein. Estos dos últimos ingredientes no son menores. Al fin y al cabo en pocos sitios -como sí ocurrió en Japón- se le echaría en cara al físico que dejara sus conferencias en “solo” tres horas. En la mayoría de los países, al igual que en España -reconocía Julio Camba en una crónica de 1923- “todos le admirábamos; pero si alguien nos pregunta por qué, nos pondrá en un apuro bastante serio”.
Albert Einstein logró cautivar la imaginación popular
En 1921, durante su tour por EE.UU., y tras una jornada maratoniana de desfiles en caravana y baños multitudinarios, un periodista lanzó a Einstein la pregunta que muchos llevaban tiempo rumiando. ¿Por qué despertaba esa aclamación popular? ¿De dónde venía la veneración y el interés de tantas personas que no entendían su obra? El físico sonrío: “Parece algo psicopatológico”, le espetó como respuesta.
“Si no hubiera tenido aquella desordenada melena y aquellos ojos penetrantes, ¿se habría convertido de todos modos en uno de los rostros científicos predominantes de los pósteres de la época?”, se pregunta Isaacson, quien recuerda que otros grandes físicos, como Planck o Bohr, no alcanzaron su nivel de celebridad. Su respuesta es afirmativa. En la obra de Einstein identifica un carácter único, “muy personal”, y nociones capaces de “cautivar la imaginación popular”.
La confirmación de su teoría de la relatividad llegó además tras la Primera Guerra Mundial, en un momento en el que el mundo anhelaba la razón y la trascendencia humana. “Europa necesitaba héroes, no de las armas, sino del intelecto”, apunta Vicenzo Barone en Albert Einstein, constructor de universos. Aquel genio de cabellos alborotados resultó además ser un hombre tranquilo, encantador, un pacifista convencido, un sionista cultural con madera de estrella que -como diría C.P. Snow- en cierto modo “disfrutaba con los fotógrafos y las multitudes”.
Su fama creciente no solo atrajo el halago y la admiración. En una medida similar -aunque mucho menos numerosa, por fortuna- lo situó en el centro de la diana de los extremismos que él deploraba. Como recuerda Kumar, su firme antibelicismo y su condición de judío lo convirtieron en “blanco fácil de las campañas que alentaban el odio”. Recibió cartas amenazadoras, insultos… A principios de 1920 un grupo de energúmenos llegó incluso a interrumpir una de sus clases en la universidad entre gritos de “cortaremos la garganta a este sucio judío”. Solo dos años después radicales de ultraderecha perpetrarían el brutal asesinato del político y empresario judío-alemán Walther Rathenau, lo que causó una profunda consternación a Einstein y le decidió a emprender su gira por Asia y Europa, incluida España. En EE.UU. no se libró de esa carga. Su celebridad e ideario lo situaron bajo la lupa del FBI, entonces en manos de Edgar Hoover.