El amor está en el cerebro. Por mucho que la imagen del amor romántico siempre sea un corazón, el órgano que controla la mayoría de nuestros comportamientos de enamorados es el cerebro. Y esto es algo que pasa poco a poco, pasando por varias fases. Cuando empezamos a ver a esa persona que tanto nos gusta, nos sentimos eufóricos. Se convierte en nuestro primer pensamiento cuando despertamos y el último cuando nos dormimos. Nos sentimos prácticamente adictos a su presencia, necesitamos verle cuantas más veces mejor. Y no le encontramos ni un solo defecto. ¿Cómo puede ser eso? 

Podríamos pensar que cuando estamos empezando una relación no mostramos nuestros defectos. Pero sí están ahí. Por mucha purpurina que haya en esas primeras fases, seguimos metiendo la pata. O, aunque no metamos la pata, seguimos teniendo esos comportamientos que la otra persona acabará considerando defectos con el tiempo. Lo que ocurre es que al principio no los vemos, porque nuestro cerebro los enmascara.

Si el amor está en el cerebro es porque evolutivamente nos conviene enamorarnos. Bueno, en realidad lo que nos conviene es reproducirnos, pero no está mal darse al menos un par de besos antes. Por eso, es importante que no veamos en la otra persona nada que nos haga salir corriendo. Esa es una de las misiones del cerebro.

El amor está en el cerebro… y engancha

Queda genial hablar del amor como algo espiritual o místico, pero en realidad el amor es un cóctel químico. Cuando nos enamoramos, se liberan un gran número de sustancias y se activan mecanismos fisiológicos responsables de todo lo que sentimos. Decimos que el amor está en el cerebro porque muchas de esas sustancias son neurotransmisores, que llevan mensajes a través del cerebro, provocando distintas respuestas, dependiendo del área a la que lleguen.

Uno de los más importantes es la dopamina. Una vez que nuestro cerebro interpreta que esa persona a la que vemos nos gusta, impulsa la liberación de este neurotransmisor, esencial en algo conocido como sistemas de recompensa. Estos sistemas se centran sobre todo en el núcleo accumbens, en el que se genera una respuesta en forma de placer. Se le llama sistema de recompensa porque básicamente esa es su función: recompensarnos por algo que, en términos evolutivos, puede ser beneficioso para nosotros.

Por ejemplo, cuando nos comemos un donut o una hamburguesa, sentimos mucho placer. Es cierto que no son alimentos saludables. Sin embargo, sí que nos aportan muchas calorías. Eso significa que nos dan mucha energía, algo que evolutivamente es necesario. Nuestro cerebro solo interpreta eso, el azúcar libre y las grasas saturadas le dan igual. Al sentir placer, nos quedaremos con ganas de más, por lo que le daremos más energía al cuerpo. Eso es lo que busca el cerebro.

Ocurre lo mismo con el sexo. Es placentero porque así nos quedamos con ganas de más y será más fácil que nos reproduzcamos y perpetuemos la especie humana.

Su papel en las adicciones

Todas estas acciones estimulan los sistemas de recompensa, que impulsan la liberación de dopamina para que sintamos placer y queramos repetir. Lamentablemente, las drogas hackean nuestro cerebro para que también se estimulen esas regiones. No nos traen ningún beneficio evolutivo, pero producen placer. Tanto, que el cerebro se va haciendo resistente. Necesita cada vez más dopamina para generar esa sensación. Es así como empiezan las adicciones.

Ver a la persona que nos gusta también estimula la producción de dopamina y actúa sobre el núcleo accumbens, generando placer. Por eso decimos que el amor está en el cerebro y, además, engancha.

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El amor activa algunos sistemas que también activan las drogas. Crédito: Aaron burden (Unsplash)

Vale, ¿pero por qué no vemos los defectos?

La dopamina no viaja solo al núcleo accumbens. También pasa por otras regiones del cerebro. Por ejemplo, en el hipocampo, asociado a la memoria, ayuda a reforzar esos recuerdos bonitos del principio. Este es el motivo por el que nunca se olvida el primer beso o por el que, cuando lo dejamos con una persona, no conseguimos olvidar los momentos felices del principio.

Por otro lado, la dopamina viaja a la corteza prefrontal. Esta región es clave en el control de funciones cognitivas superiores, además de la personalidad, la conducta y la memoria de trabajo. Moldea quiénes somos, cómo nos comportamos y qué nos gusta. En este caso, la dopamina no la estimula, sino que reduce su actividad. De este modo, si la otra persona hace algo que normalmente no nos gustaría, nos pasa desapercibido. Solo echamos cuentas a lo bueno. Así, nuestro cerebro lo consigue: querremos seguir viendo a esa potencial pareja. 

Otras fases del enamoramiento

Todo esto que hemos visto hasta ahora ocurre en las primeras fases del enamoramiento. Después, podemos seguir diciendo que el amor está en el cerebro, pero es un amor diferente. Ya no experimentamos esa euforia del principio, pero sí que sentimos un gran apego hacia esa persona. Vemos todos sus defectos, pero hemos decidido que nos compensan sus virtudes. 

En este punto la dopamina ya ha hecho su trabajo y es la oxitocina la que entra en juego. Hay quien conoce a esta como la hormona del amor, pues tiene un papel muy importante en el amor duradero. Pero no solo en el amor romántico. También en el amor entre padres e hijos, por ejemplo. Las mujeres en las últimas fases del embarazo y al parir experimentan un incremento súbito de los niveles de oxitocina, que favorece las contracciones del útero, pero también el apego con su bebé.

La oxitocina crea vínculos, por lo que tiene un papel esencial en ese amor tranquilo. Ese amor romántico de las parejas de sesenta años que pasean por la calle cogidas de la mano y mirándose como quinceañeros. Un amor al que casi todo el mundo aspira. En realidad, el mejor regalo de San Valentín es saber que, un día, los dos cerebros rebosarán de oxitocina. 

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