Los cineastas con mucha personalidad, sea esta más o menos digna de respeto por lo que aporta al séptimo arte en exclusiva, resultan temibles. El exceso de sus señas de identidad en un metraje suyo, de sus costumbres y tics audiovisuales, pueden abrumarnos e incluso descabalgar al espectador de una película. No cabe duda de que Baz Luhrmann pertenece a tal especie, y esta cuestión constituye lo más importante en que pensar a la hora de sentarnos a ver Elvis (2022), su nuevo filme.
En casi ningún instante de su primer tercio podemos olvidar que lo del director australiano es el cine barroco a la enésima potencia. Si consideráis que el Tim Burton de los buenos tiempos —hasta Frankenweenie (2012)— o el Zack Snyder de siempre inundan la pantalla con sus cabriolas narrativas y su llamativo colorido, no parece posible obviar que lo de su colega de las antípodas, que había empezado como intérprete, les sobrepasa en ese aspecto y presiona el acelerador después.
Algo que se diría inevitable en Elvis, pues el biopic de uno de los músicos fundamentales de la cultura popular de Estados Unidos, sobre todo, pero también el resto del mundo por extensión ya que la globalización dichosa es la de Occidente a través del imperio yanqui, se presta a ello debido a la parafernalia recargada del propio Rey del Rock and Roll, quien de discreto no tenía ni lo más mínimo por la gloria choni de Las Vegas, sus luces de neón chillonas y la madre que lo parió.
Elvis
Será mejor que los espectadores respiren hondo y se armen de paciencia cuando las luces de la sala de cine en la que proyecten Elvis se apaguen. El espectáculo vital que ha elaborado el director Baz Luhrmann se revela tan barroco como lo era el estilo del famoso músico estadounidense, y fiel a sus propias costumbres si recordamos Moulin Rouge, por ejemplo. Hasta el punto de que nos apabulla con la orgía de imágenes diversas que corren por la pantalla y casi nos hace sentir vértigo. Por fortuna, en cierto instante, se tranquiliza un poco y consigue salvar los muebles.
Baz Luhrmann desatado
Aunque uno crea que va preparado para lo que se le viene encima con el Baz Luhrmann de las superiores Moulin Rouge (2001) y El gran Gatsby (2013), no es más que una manera de autoengaño como cualquier otra. Porque el festín de imágenes en movimiento que nos lanza sin piedad el realizador de Sídney en la primera hora de Elvis está a punto de noquearnos. Nos atiza con una larga batería de su estilo arrollador, hasta los topes de fuegos artificiales, y nos apabulla, caray.
Se trata de una cascada incontenible de planos diferentes y movimientos de cámara veloces, un volcán cinematográfico que erupciona a lo bestia y cubre con su lava agobiante cuanto abarca nuestra visión en la oscuridad de la sala de cine, que de pronto ilumina su espectáculo sofocante; un carrusel enloquecido de escenas montadas al estilo puzle, en alternancia y en paralelo y con un ritmo tan acelerado que nos incomoda y nos da ganas de pedir que detengan la proyección.
La sensación inevitable es la de que Baz Luhrmann no ha podido reprimirse en su desmesura, muy alejada aquí del perfecto equilibrio surrealista de la estupenda Moulin Rouge. Y uno no puede evitar recordar la vomitona colectiva en el parque de atracciones de Este chico es un demonio 2 (1991) o la eyaculación irrefrenable de ¿Quién está matando a los moñecos? (2018). Sentimos una comparación tan escatológica para Elvis pero, por favor, sujeta los caballos, Mark Anthony.
La redención de ‘Elvis’
Este planteamiento audiovisual exorbitante ocasiona varios problemas. Por un lado, a uno le embarga la sensación de que no puede captar realmente todo lo que surge en la pantalla, de que necesitaría tragarse la película otra vez para ello. Por otro, la precipitación de los enfoques de pocos segundos impiden que el trabajo del elenco respire de veras, que la composición de sus personajes se despliegue y que se puedan apropiar de su propio drama, de la historia que están viviendo.
Se agradecen los detalles de las ilustraciones, pero tampoco ayuda, ay, el tono cercano a la fábula que no olvida el narrador correspondiente, el cual, con lo anterior, casi les reduce a una caricatura. Sin embargo, Elvis se redime durante la segunda hora y pico, y hay oportunidad de que el público se recupere del mareo. Porque, cuando el Baz Luhrmann de modales más abigarrados sale del edificio, el Elvis Presley de Austin Butler entra y lo abandona bastante mejor más tarde.
Así, podemos descubrir que el actor californiano, quien aterriza en este papel jugoso tras el de Tex Watson en Érase una vez en... Hollywood (2019), borda al cantante sureño y le encarna con mayor tino que Kurt Russell en el filme homónimo de John Carpenter (1979) o que Michael Shannon en el de Liza Johnson (2016) sobre su encuentro con el presidente Richard Nixon de Kevin Spacey. Y a un inusual Tom Hanks como el interesante coronel Tom Parker.
La controversia está servida
Decir que el largo elaborado por Baz Luhrmann acaba siendo más aceptable desde que se aproxima a una planificación menos suya quizá nos entristezca; pero debería aliviarnos porque, cuando se calma un poco y decide dejar de correr como alma que lleva el diablo no sabemos exactamente hacia dónde, logra salvar los muebles. Y le insufla por fin a los protagonistas la entidad dramática que iban necesitando y cierta elocuencia para sus motivaciones, cargada de cinismo.
En definitiva, no puede señalarse a Elvis como una obra que haga empalidecer los biopics verdaderamente destacados sobre músicos, como Amadeus (1984), Shine (1996), Bohemian Rhapsody (2018) o Rocketman (2019). Pero, tras su primer tercio agotador, consigue reconducirse y ofrecernos momentos en los que poco le falta para darnos escalofríos. Y, en cualquier caso, por sus propias características excesivas, tal vez sea uno de los filmes más controvertidos de la temporada y desate apasionados amores y odios acérrimos.