Las autoridades sanitarias de Reino Unido dieron luz verde ayer a los ensayos clínicos en los que se infecta a voluntarios con coronavirus para el estudio de fármacos. Desde ese momento, los debates sobre bioética no han hecho más que proliferar en las redes sociales. No es extraño, ya que parece poco adecuado infectar a personas sanas con un virus tan impredecible como este, por mucho que sea en un entorno controlado. Lo cierto es que no es la primera vez que se hace algo así. De hecho, algunas compañías farmacéuticas llevan varios años haciéndolo con la gripe.
Tanto esta, como cualquier otra decisión que implique la participación de seres humanos, deben pasar por un comité de bioética. Por descabellado que parezca, esta ha debido hacerlo y recibir su aprobación. Y si hoy en día contamos con ese filtro, ha sido a cambio de que en el pasado se cometieran verdaderas atrocidades.
Es bien conocido el caso del experimento de Tuskegee, en el que se engañó a un grupo de afroamericanos enfermos de sífilis, para estudiar los efectos de esta afección cuando los pacientes no se sometían a tratamiento. Pero también hay otras historias, mucho menos conocidas, que hoy habrían generado repulsión y, por supuesto, no habrían obtenido ni la más mínima aprobación de un comité de bioética. Es el caso de los experimentos realizados por el doctor William Beaumont, con un hombre llamado Alexis St. Martin. Muy resumidamente, aprovechó un agujero en su estómago para estudiar de cerca la digestión, llegando incluso a lamer en su interior. Si eso ya te parece asqueroso, aún te queda mucho por leer.
Un caso histórico con muy poca bioética
Todo comenzó en 1822, cuando St. Martin, de 18 años de edad, trabajaba como cazador y comerciante de pieles.
En pleno mercado, a uno de sus compañeros se le disparó el arma accidentalmente, alcanzando a quemarropa al pobre Alexis. El término quemarropa fue tan literal que la camisa del joven salió ardiendo. Pero eso no fue lo peor, pues también le causó un agujero grave en el estómago.
Los testigos del incidente lo llevaron rápidamente a un hospital militar cercano, en el que trabajaba el doctor William Beaumont. Este hizo todo lo posible por salvarle la vida y, de hecho, lo consiguió. Sin embargo, después decidió cobrarse el favor con una serie de experimentos que pisoteaban los límites de la bioética.
La ventana abierta al estómago
Aunque se logró controlar la hemorragia, inicialmente el agujero en el estómago de St. Martin le impedía alimentarse correctamente. Ni siquiera lograba retener los fármacos que se le administraban por vía oral.
Afortunadamente, este problema remitió a medida que el orificio se fue cerrando, pero no sin secuelas. Concretamente, la herida no cicatrizó correctamente y quedó adherida a los bordes del estómago. Esto suponía una ventana abierta a un órgano que por aquel entonces era un gran desconocido, ya que solo se había podido estudiar en cadáveres en los que, lógicamente, poco se podía analizar ya sobre la digestión.
Por eso, el doctor Beaumont quiso aprovecharse de la situación de su paciente. El pobre hombre ya no se encontraba en condiciones de trabajar como comerciante, por lo que le ofreció un puesto como sirviente en su casa. Así, le tendría cerca para poder experimentar con él en cualquier momento.
Lo sometió a todo tipo de pruebas sin ninguna bioética. A veces se limitaba a observar cómo ocurría la digestión. Otras, un rato después de darle la comida, la sacaba del estómago, para ver cuánta se había digerido. Incluso llegó a lamer el interior del estómago para comprobar en qué momento de la digestión se secretaban los jugos gástricos.
Se cuenta que los dos hombres se llevaban mal. ¿Quién lo podría imaginar? De hecho, Alexis llegó a escaparse de la casa del médico para formar una nueva vida. Encontró otro trabajo, se casó y tuvo hijos. Pero Beaumont, obsesionado con sus experimentos, salió en su busca y le prometió una gran suma de dinero a cambio de volver con él. También prometió ayudar a cerrar su herida.
Hallazgos sin escrúpulos
A pesar de los ofrecimientos del doctor Beaumont a Alexis, en sus diarios seguía hablando de él como si fuese ganado. De hecho, llegó a referirse a sus hijos así. También lo describió como feo y obstinado. Y, por supuesto, nunca cumplió la promesa de cerrar la herida.
Todos sus procedimientos fueron carentes de escrúpulos. Pero es innegable que con ellos logró grandes hallazgos sobre la digestión. Tanto, que a día de hoy se le conoce como el padre de la fisiología gástrica.
Pero el bienestar de un ser humano fue un precio demasiado duro a pagar. Por este y otros procedimientos similares se enunciaron los principios de la bioética y se pusieron en marcha los comités dirigidos a velar por ellos.
Hoy en día, si hay personas que intervienen en un experimento, estas deben estar totalmente informadas del procedimiento y haber decidido hacerlo voluntariamente, sin coacciones. No caben los engaños y, por supuesto, se debe detener el proceso si se descubre que se está poniendo en peligro la vida del paciente. Todo esto debe revisarse en cualquier ensayo clínico con voluntarios humanos. Por supuesto, pueden darse casos de científicos que ignoren estos pasos. No hay más que recordar el del científico chino que editó genéticamente dos embriones humanos a través de una técnica cuya seguridad para estos fines aún no está clara. Sin embargo, si las autoridades sanitarias de un país han dado luz verde para que se lleve a cabo un procedimiento, se supone que es porque cumple los principios de la bioética. Y, claro está, si en algún momento deja de hacerlo, se debe detener cuanto antes.