Siempre pueden sorprendernos no pocos directores sin antecedentes ningunos en el cine de terror o el thriller, ni en los cortometrajes con los que se han entrenado ni en cualquier otra de sus propuestas previas a asumir una película larga de ficción, lanzándose a un proyecto de dichos géneros cinematográficos. El catalán Lluís Danés había dirigido los documentales Llach, la revuelta permanente (2006) y Pla/Lectus (2009) y el melodrama televisivo Laia (2016) antes de decidirse por La vampira de Barcelona (2020), que cuenta la terrible historia real de Enriqueta Martí Ripoll, ocurrida hace más de un siglo.
Los primeros compases de su turbia narración establecen rápidamente el tono tenebroso de la película, las maneras alambicadas de su puesta en escena barroca, con jueguecillos de iluminación, trazas visuales de teatro tradicional y de títeres o de sombras chinescas y transiciones de superposición, y el particular blanco y negro que tira al sepia de las viejas fotos. Y así construyen una ciudad del pasado de cuyas imágenes lo mínimo que se puede decir es que se sienten oníricas en su arquitectura, el transporte y el mobiliario urbano, la silueta de los edificios y hasta el color del crepúsculo. Por la voluntad estética de Lluís Danés, claro.
Pero no se trata de lo único que parece salido de un sueño. También hay ojos amenazantes que miran desde lo alto, como cerniéndose sobre Barcelona y sus gentes indefensas; alrededores paralizados en una metáfora de lo que uno sufre a la vista del amor, cambios súbitos de la coloración general, como al introducirse en ambientes de libertinaje y corrupción que se acaban transformando en un circo de fenómenos desasosegante e infernal, o de objetos concretos, y ciertos movimientos rebobinados. Conque La vampira de Barcelona salta de cabeza en las aguas impredecibles de un surrealismo obvio y, más que narrativo, escénico.
La banda sonora de Alfred Tapscott (Road Trip) no es que se revele inadecuada porque cumple con su cometido de apuntalar la esencia anímica de cada secuencia, pero se la nota un tanto inconsistente por la falta de cohesión del conjunto de temas musicales, heterogéneos y sin la impronta común de las obras unitarias. Además, nos damos de bruces con alguna impertinencia en forma de voz en off que repite los diálogos de la escena previa inmediata en La vampira de Barcelona, como el flashback exasperante por irrespetuoso durante el asesinato de Ben Parker (Cliff Robertson) en Spider-Man (Sam Raimi, 2002).
Su elenco se esfuerza por creer en la situación de sus respectivos personajes en un ejercicio parecido al de Dogville y Manderlay (Lars von Trier, 2003, 2005) pero mucho menos radical la mayor parte del tiempo. Y se comportan bien, sea Roger Casamajor (Todos lo saben) como Sebastià Comas, Bruna Cusí (Verano 1993) en la piel de Amèlia, Nora Navas (Dolor y gloria) en la de Enriqueta Martí, Mario Gas (Nit i dia) como Méndez, Sergi López (Negocios ocultos) interpretando a Amorós, Francesc Orella (Merlí) como Salvat o Núria Prims (Inconscientes) en los zapatos de Madame Leonor.
El reto más grande de debe afrontar La vampira de Barcelona es conseguir que su curiosa propuesta estética, coherente en todo momento, no haga que descarrile la verosimilitud del sobrecogedor relato y del comportamiento de los personajes que lo protagonizan. Cosa difícil, por lo que se mantiene a un paso del precipicio, sin llegar nunca a despeñarse por él. Y esta fábula tremebunda, cuyos decorados servirían perfectamente para un musical oscuro al estilo de Sweeney Todd: El barbero diabólico de la calle Fleet (Tim Burton, 2007), acaba resultando tan digna en el desarrollo de su ambiguo misterio como devastadora para el ánimo.