El conocido director estadounidense Sam Raimi y su hermano Ivan, que se dedica a la pseudoterapia de la osteopatía en Ann Arbor pero a veces colabora en guiones de Hollywood, se han subido al flamante carro de Quibi. Como el concepto de esta plataforma de vídeo bajo demanda, con Jeffrey Katzenberg y Meg Whitman a la cabeza, es el de “los bocados rápidos”, los episodios de sus series duran unos diez minutos y solo están disponibles en su aplicación para móviles. Así que los Raimi han tenido que adaptar su propuesta terrorífica, la serie 50 States of Fright (desde 2020), a este castrante formato reducido.
A Sam le llegó la fama tras el estreno de la horrenda película de culto Posesión infernal (1981), que contó con sendas continuaciones en largometrajes de 1987 y 1992 y una serie entre 2015 y 2018. Pero mejor consideración habría que tenerle por sus filmes Un plan sencillo (1998), Premonición (2000) o las dos secuelas de Spider-Man (2002) de 2004 y 2007. En Quibi se propone abordar junto con su hermano leyendas urbanas en marcos estatales, es decir, los números nos dan para 150 capítulos de 50 States of Fright; y la historia de los tres primeros, dirigidos por Sam, lleva por nombre “The Golden Arm (Michigan)”.
Como de costumbre, Raimi confunde en el primer episodio aterrorizar con cubrir la pantalla de sangre. Y no es cuestión de resistirse a que la violencia resulte normalmente esencial en este género, pues el temor a morir de forma horrible o a padecer daños físicos es de los grandes y, por tanto, no puede faltar en 50 States of Fright. Pero la sanguinolencia de por sí no aterroriza, solo desagrada e incomoda. El verdadero terror se construye con una tensa y precisa composición audiovisual para los elementos genéricos y, claro, con lo que dé la imaginación y la creatividad de los responsables de ponernos los pelillos como escarpias.
Las mejores obras terroríficas no abusan del sirope de fresa, como El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) pese al ascensor desbordado del Hotel Overlook, Entrevista con el vampiro —y eso que va de chupasangres—, En la boca del miedo (Neil Jordan, John Carpenter, 1994), El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999), Los otros (Alejandro Amenábar, 2001) o La señal (Gore Verbinski, 2002). Y que cuatro de estas seis películas sean de fantasmas juguetones y no asesinos con cuchillos afilados no implica absolutamente nada; también las hay sobre espíritus brutales, y ahí están House on Haunted Hill (William Malone, 1999) o Trece fantasmas (Steve Beck, 2001).
Al dividir el relato en tres partes, hay quien diría que la segunda no queda más que como un drama trágico y sombrío, pero no es así: los modales con los que se presentan los ingredientes de su progreso, sus volantazos o el remate de ciertas situaciones en especial, son de un terror clarísimo aunque únicamente provoquen inquietud, puesto que lo que acaba aterrorizando al público debe construirse en un crescendo, lo lanzarse a lo bestia de una patada. Y en la parte final ya se ve todo el repertorio de travesuras para la típica puesta en escena del horror, que Raimi controla muy bien por su oficio. Lástima del tópico cutre en su última imagen.
Pero el principal problema de “The Golden Arm” es que su reducido metraje de veinticuatro minutos no es suficiente para justificar de un modo verosímil la evolución de los dos personajes protagonistas, los intachables Heather y David de Rachel Brosnahan (House of Cards) y Travis Fimmel (Vikings), ni las motivaciones que les empujan a comportarse tan irracionalmente. Con un mayor desarrollo de las mismas en cuatro o cinco capítulos según el estándar de Quibi como plataforma de streaming para móviles, lo que al sumaría una duración normal en uno de una serie estadounidense, habría funcionado con facilidad; incluso con la propensión de Raimi a las salpicaduras de glóbulos rojos.