En The Owners, del director Julius Berg, nada es lo que parece y quizás ese es su mayor atractivo. Lo anterior, a pesar de que la trama está concebida para parecer tópica e incluso brindar la sensación de ser predecible hasta cierto punto. Pero el debut de Berg es mucho más que un juego tramposo basado en una concepción errónea sobre el bien y el mal, amparada en la violencia como recurso utilitario. El filme logra un ritmo y un tono complejos que le permiten hacer una pirueta narrativa que consigue evadir algunos lugares comunes con una considerable pericia. Todo un logro, si se toma en cuenta que se trata de una historia simple basada en la premisa de la invasión del hogar y la perversión de los espacios privados.

La película tiene una línea general que podría parecer evidente o incluso obvia de no ser por un golpe de efecto inesperado en el guion, que se sostiene a base de una inteligente economía de recursos. La forma en que Berg utiliza la cámara, los espacios y, en espacial, a sus personajes para construir una premisa que luego desmontará parte a parte permite a The Owners concebirse como un astuto juego de perspectiva ambicioso que, a pesar de no lograr todo lo que promete, tiene la suficiente solidez para elaborar una identidad propia. Berg, que no tiene problemas en jugar con el humor, la tensión y hasta elementos de pura repulsión para lograr el efecto que busca, atraviesa varios escenarios distintos para demostrar que, en su película, la víctima y el victimario son solo términos abstractos que no pueden definir de inmediato a sus personajes.

Para la ocasión, el director plantea de entrada un tópico del género: un grupo de adolescentes intentará lo que, sin duda, es un golpe criminal sencillo. El guion no se esfuerza demasiado por brindar una cualidad tridimensional a sus personajes y quizá se deba a que no lo necesita: son tópicos hasta lo burlón. El temible Gaz (Jake Curran) consigue convencer a Terry (Andrew Ellis) y al pragmático Nathan (Ian Kenny) de que resultará sencillo asaltar la casa de una pareja de ancianos, tanto como para que sea un golpe infalible que no necesita excesiva planeación.

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Los Huggins son las víctimas perfectas: un doctor amable (Sylvester McCoy) que cuida de su esposa Ellen (Rita Tushingham), y ambos se encuentran tan lejos de cualquier mano amiga que pueda socorrerlos que el ataque se hace siniestro por la posible crueldad implícita. Berg juega bien sus cartas y logra crear la sensación de que lo que se avecina es un golpe impune de retorcido frenesí maligno. Y lo hace, porque justo el truco está ahí, medio escondido entre las sombras. Cuando Mary (Maisie Williams) se une al plan, es más que evidente que se trata de un uno urdido desde la satisfacción de la ventaja.

Berg consigue crear una sensación de peligro con apenas unas cuantas tomas y, en especial, con una precisión coherente sobre la concepción de lo privado como terreno peligroso. Este año, pequeños éxitos de crítica y público como The Rental, de Dave Franco, y Host, de Rob Savage, han explotado la cualidad de la claustrofobia, lo temible y la defensa de lo íntimo a través de argumentos que, aunque distintos, podrían establecer un único punto de partida: la idea que lo que se considera doméstico es también un campo de batalla en donde el terror se muestra a plenitud.

E incluso, en The Owners, la idea va más allá: la violencia, el miedo y lo que provoca al final conflicto están más relacionados con la fina línea entre la invasión y la batalla por la supervivencia. Juntas, ambas ideas se complementan entre sí y brindan efectividad incluso a las secuencias más físicas y menos interesantes, mientras que otorgan una inusual inteligencia a las emparentadas con el terror psicológico.

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La película, basada en la novela gráfica francesa de 2011 Une nuit de pleine lune, de Hermann Huppen, intenta sostener el aire claustrofóbico y violento de la novela sin lograrlo del todo: el lenguaje visual de Berg no aporta nada al género y, ni mucho menos, le brinda una nueva dimensión a ese recorrido de puertas y ventanas cerradas, pasillos oscuros y la amenaza en la penumbra. Pero, en contraposición, sí consigue ser lo bastante autoconsciente sobre su sentido del caos —las situaciones se suceden una tras otra en una supuesta condición espontánea en apariencia inexplicable— como para desconcertar. El horror está vinculado a la capacidad de la película para sorprender y, de hecho, es ese imprevisible giro del argumento, llevado con mano firme y sin dejar a un lado la noción sobre el riesgo, lo que permite a la película adquirir intensidad y, sin duda, una improbable solidez.

En el film del 2016 Don’t Breathe, de Fede Álvarez, la invasión de lo doméstico es una premisa que se desvanece pronto, en favor de la percepción de que los personajes tocaron la puerta equivocada en el lugar menos indicado, lo que convirtió al pequeño experimento visual y argumental en una survivor movie en toda regla. La premisa de The Owners es parecida, aunque no tan hábil. El filme carece de la capacidad para crear una atmósfera enrarecida en que los supuestos victimarios terminan por ser víctimas en un juego de líneas narrativas de considerable interés. Pero a Berg no parece preocuparle demasiado el riesgo de la apuesta: está más interesado en el trasfondo de la historia, en la que la violencia se emparenta con una serie de situaciones delirantes cada vez más grotescas de consecuencias imprevisibles.

La película alcanza su momento de mayor interés cuando, una vez pasadas las primeras secuencias, casi humorísticas, el verdadero peligro se desata apenas sin que sepamos cómo o de qué forma sucede. Y ese es el logro de Berg, que maniobra con habilidad para sustentar su propuesta en la idea de lo que no se puede prever. Casi sin quererlo, la Mary de Masie Williams se convierte en una interesante final girl que deberá luchar contra un escenario cada vez más grotesco de mutilaciones, sangre derramada y una frenética lucha por la supervivencia. Por supuesto, Berg no consigue una película perfecta y The Owners está lejos de intentarlo: su ambición es encontrar una manera en que lo retorcido resulte cada vez más incómodo, sin lograrlo todas las veces. Pero, cuando lo hace, el filme brilla con una versión burlona de sí mismo. Quizá, su mayor éxito.

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