Que Aaron Sorkin sea uno de los guionistas más valiosos de Hollywood no puede ponerse en duda sin que algunos miremos a cualquiera que lo haga por encima de las lentes, como un rígido maestro de escuela que se dispone a reprender a un alumno cerril, aunque ni siquiera las usemos. Y así hay que considerarle desde su primera aportación, los diálogos maravillosos de la imponente Algunos hombres buenos (Rob Reiner, 1992), hasta su último largometraje, El juicio de los 7 de Chicago (2020), en la que también ha firmado como director para Netflix y que es un estimable propuesta pero está lejos de su mayor triunfo.

El libreto para hitchcockiana Malicia (Harold Becker, 1993), escrito con Scott Frank, no fue tan apabullante pero sí incluye una escena, la que compartieron Bill Pullman y la impagable Anne Bancroft como Andy Safian y la señora Kennsinger, que es para enmarcar. A El presidente y Miss Wade (Reiner, 1995) le han señalado su espíritu benévolo a lo Frank Capra, pero tal cosa no le resta elocuencia. Y mantuvo lista su metralleta implacable de dimes y diretes en el entretenimiento de La guerra de Charlie Wilson (Mike Nichols, 2007) o la potente radiografía de caracteres de La red social (David Fincher, 2010).

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También en la interesante Moneyball: Rompiendo las reglas (Bennett Miller, 2011) y en la vivaz Steve Jobs (Danny Boyle, 2015). Y llegó el día en que Aaron Sorkin quiso ponerse tras las cámaras y no solo ante el teclado del ordenador, y al ritmo vivísimo, la despiadada desenvoltura y la labia irresistible de sus diálogos los trasladó al montaje de la curiosa Molly’s Game (2017), su ópera prima como realizador. Y otro tanto ocurre en su segundo filme como responsable absoluto, El juicio de los 7 de Chicago, que incide en la que parece una de sus especialidades: el drama judicial de los que quitan el hipo.

Al comienzo, decide presentarnos a algunos de los personajes principales con una batería de escenas paralelas como quien dispara y luego pregunta, tras la que da un salto de la más elemental inteligencia narrativa y nos emplaza a descubrir lo que ha sucedido entre el prólogo y ese momento. Y, después de una serie de situaciones en las que se desarrolla El juicio de los 7 de Chicago, con algún plano secuencia imprevisto y menos elocuencia de la que Aaron Sorkin demostró en Molly’s Game, nos descerraja dos tramos tensos de lo más gozosos y con un montaje raudo y elaboradísimo que están entre lo mejor del filme sin duda.

No obstante, pese a que los diálogos de esta película no resulten tan arrobadores como de costumbre con el cineasta neoyorkino la mayor parte del tiempo, lo que sí logran es una dignidad que ya quisieran otros escritores y, muy especialmente, contagiarnos de una rabia palpitante por la injusticia que vivieron estas personas. Lo cual se debe a que El juicio de los 7 de Chicago es un drama que rezuma auténtica vida, un pedazo minúsculo de la historia de Estados Unidos que no debería olvidarse nunca: siempre hay quien quiere pisotear nuestros derechos.

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Pero, con toda la labor autoral de Aaron Sorkin, al ver las irreprochables interpretaciones de su repartazo, en el que destacan nombres como los de Eddie Redmayne (Los miserables), Sacha Baron Cohen (Sweeney Todd), Mark Rylance (Ready Player One), Frank Langella (Superman Returns), Joseph Gordon-Levitt (Brick), Jeremy Strong (The Gentlemen), John Carroll Lynch (Zodiac) o Michael Keaton (Batman), no parece discutible calificar El juicio de los 7 de Chicago como un filme de actores, porque sobre sus hombros recae en gran medida la efectividad de la proposición cinematográfica.

En cualquier caso, su guion para Algunos hombres buenos continúa como lo más apasionante que nos ha ofrecido Aaron Sorkin hasta el día de hoy por sus constantes muestras de ingenio dialogado y de intensidad dramática, muy bien comprendida por Rob Reiner (Misery), para el que también constituye su mejor obra. Porque esas virtudes brillan en El juicio de los 7 de Chicago solo de forma intermitente, y su capacidad para absorbernos se sitúa a años luz del inolvidable código rojo en el que se empeñó el teniente Daniel Kaffee (Tom Cruise), pues es como el curso del río Guadiana, que desaparece bajo tierra y luego resurge.

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