Hay directores de cine a los que se les cuelga el sambenito sin culpa de “lo que mejor saben hacer”, y eso tiene dos consecuencias fastidiosas: que se pueda infravalorar otras obras suyas por encuadrarse en un género distinto al que les ha procurado su reconocimiento y que, por idéntica razón, se encumbre sin prudencia cada una de sus aportaciones al segundo. Tal cosa le pasa, por ejemplo, a Martin Scorsese con los filmes de mafiosos y gánsteres, cuando La última tentación de Cristo (1988), La edad de la inocencia (1993) y El aviador (2004) son fantásticas y superiores a Casino (1995) o El irlandés (2019).

Y a Guy Ritchie le sucede tres cuartos de lo mismo, con la diferencia de que se ha prodigado más porcentualmente en el género que gusta de él y que a él le gusta si le comparamos con Scorsese, el de tales delincuentes pero con sus fechorías en Reino Unido en vez de al otro lado del charco. No obstante, también debemos decir que el realizador de Uno de los nuestros (1990) acumula una ventaja de más de dos décadas en su carrera artística respecto al inglés pero, de todas formas, Scorsese sigue demostrando ser más prolífico que Ritchie porque no olvida los documentales y continúa con ellos.

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Pese estas circunstancias, las mejores películas de los dos no contradicen el sambenito bueno en absoluto: Infiltrados (2006), entre las del neoyorkino, y Snatch. Cerdos y diamantes, entre las del británico, con cuya ópera prima, la vivaz Lock and Stock (1998), dejó clarísimo por dónde quería ir. Hasta la espléndida Snatch (2000), por supuesto. Para después caer en el bodrio incomprensible de Barridos por la marea (2002)remake de Insólita aventura de verano (Lina Wertmuller, 1974)— y la fallida Revólver (2005), y alzarse nuevamente con la gozosa RocknRolla (2008) y la potente Sherlock Holmes (2009).

Más tarde, abordó su defendible secuela, Sherlock Holmes: Juego de sombras (2011); con Operación U.N.C.L.E. (2015) nos entretuvo sin brillar, en Rey Arturo: La leyenda de Excalibur (2017) fue fiel a su propio estilo para una historia que no deja poso y, en Aladdin (2019), se olvidó tristemente de él casi por completo; y encima, con el horrible Jafar de Marwan Kenzari (Asesinato en el Orient Express). Por fortuna, ahora nos ha traído The Gentlemen: Los señores de la mafia (2019), lo más destacado de su filmografía desde que nos regaló al insolente detective de Robert Downey Jr.

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Aquí despliega unos modales de auténtico director consagrado, más contenido que en las gratas gamberradas de su juventud pero, a la vez, con un lenguaje audiovisual acerado y muy agradecido, el de quien no tiene nada que demostrar ya excepto que de ningún modo ha olvidado en qué consiste el oficio de un autor de cine. Así, la película va como la seda, sin atajos ni giros por callejones ciegos. Ritchie construye —en guion y en pantalla— una sutil e intrigante estructura in medias res de múltiples saltos con flashbacks que van añadiendo piezas al puzle criminal, y funciona a todos los niveles como un mecanismo de relojería.

Muy lejos nos encontramos de la rozagante locura barriobajera y el frenesí de las balas de Lock and Stock, Snatch o incluso RocknRolla, y fuera queda cualquier histriónica salida de tono. Porque estos tipos son caballeros, los señores de la droga, y hasta para ejercer la violencia ineludible deben hacerlo con cierta clase, con una flema inglesa que solamente se evapora cuando no les escuchan y la ira implacable la sustituye. Pero esto da pie a algunas escenas francamente gloriosas, en las que los conocidos personajes elocuentes, peligrosos y estrafalarios de Ritchie hallan justificación de sobra para su compostura.

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Pero no darían con ella si no fuese por el inspirado reparto que los encarna a sus órdenes, desde un metódico Matthew McConaughey (Contact) como Mickey Pearson o un reivindicable Charlie Hunnam (Hijos de los hombres) en la piel de Raymond Smith, pasando por un pletórico Hugh Grant (Notting Hill) como Fletcher, un cabal Henry Golding (Last Christmas) interpretando a Dry Eye o un fino Jeremy Strong (Black Mass: Estrictamente criminal) como Matthew Berger, hasta el aplaudible Colin Farrell (Minority Report) de Coach y la apropiadísima Michelle Dockery (Downton Abbey) como Rosalind Pearson.

A esta última casi esperamos oírla hablar de nuevo con la entonación aristocrática de la inefable Lady Mary Crawley, su papel más recordado; y con McConaughey protagoniza el momento cumbre del filme, una de esas escenas intensas y sugestivas de una solidez abrumadora que uno no puede evitar recordar aunque pase el tiempo, que no permanecen en la retina porque la persistencia retiniana es un cuento chino pero sí en la memoria emocional del espectador. La indiscutible química de esta pareja cinematográfica resulta fundamental para ello, y solo por este logro ya merece la pena ver The Gentlemen: Los señores de la mafia.