No todos los directores son verdaderos autores cinematográficos, con un estilo y unos intereses propios y por completo reconocibles. De hecho, la inmensa mayoría trabajan con encargos y sin preocuparse mucho o ni por asomo de que su firma signifique algo distinto a la de un mercenario más o menos competente. Y el dúo que forman el germano-estadounidense Henry Joost y su compatriota Ariel Schulman, por lo pronto, no han evidenciado su autoría. La longitud de su trayectoria es escasa aún, sí, pero la intención de mostrarse versátiles parece lo único que nos han dejado claro. También con Proyecto Power (2020).

Este rutinario largometraje de ciencia ficción, el sexto de su currículo y su primer contrato con Netflix, supone una nueva aproximación genérica para ellos. Con Catfish (2010), un documental curioso y de pequeñas proporciones que cosechó dudas sobre su veracidad, saludaron al mundo. Sin irse muy lejos de modales así, se ocuparon dignamente del terror fantasmal en la tercera y la cuarta partes de Paranormal Activity (2011, 2012); y después, con unos cuantos cortos como interludio, del pasable thriller Nerve: Un juego sin reglas y del pedestre horror pandémico de Viral (2016), los dos filmes el mismo año.

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Desde el principio de Proyecto Power, Joost y Shulman vuelven a manifestar su gusto o su inclinación por la narrativa con imágenes ocasionales de un entorno digital o de aparatos electrónicos. Tal detallito ya lo habían usado en Catfish, Nerve y Viral, y podemos suponer que no en sus dos entregas de Paranormal Activity porque el concepto y el estilo de la saga, cosa de Oren Peli (2007), no les pertenece y salirse del tiesto no hubiera podido justificarse y hubiese destruido la coherencia interna de esta franquicia de bajo presupuesto. De lo contrario, probablemente también lo hubiéramos visto en ambas películas.

La planificación visual de Proyecto Power no pasa de normalita, con ciertos planos torcidos que no llegan a los que le conocemos tan bien a Terry Gilliam (Doce monos). Y el montaje se revela muy dinámico. Quizá en exceso, pues existe una diferencia ostensible entre el buen ritmo y la precipitación lastimosa y de ningún modo hay que traspasar esos límites. Las escenas de acción no resultan especialmente atractivas o brillantes pese al catálogo de distintos poderes que nos exhiben. Y la única que realmente se agradece contemplarla es la de un plano secuencia muy concreto, cuya perspectiva hace que sea un tanto confusa.

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En las producciones para las que la intriga sobresale entre lo demás en importancia y que funcionan a machamartillo, los personajes suelen estar dibujados con sencillas pinceladas, sin profundizar como siempre sería deseable en ellos. Pero, en Proyecto Power, apenas se aproximan a un esbozo. La descripción de su personalidad se pierde entre el avance de la trama y, con estos mimbres, no se genera empatía alguna y los tres protagonistas nos importan un pimiento morrón. Por mucho que se esforzasen los actores, esta penosa circunstancia no cambiaría; y tampoco es el caso.

Porque no merece Proyecto Power un mayor esfuerzo suyo, y les basta con cumplir, ya hablemos de Jamie Foxx (Baby Driver) como Art, de Dominique Fishback (The Deuce) en la piel de Robin, de Joseph Gordon-Levitt (Origen) como Frank o de Rodrigo Santoro (Lost) encarnando al Grandullón. El misterio que los envuelve se construye en torno a la droga y al pasado y las motivaciones de Art, y algún problema de verosimilitud de poca envergadura en su desarrollo no demuele la película, pero este siempre canta de tan predecible. Y constatamos que una historia perfecta para continuaciones debería quedarse ahí.

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