Por alguna razón oscura, realizar una buena obra cinematográfica de terror parece una tarea muy difícil. Hasta el punto de que conseguir una sencillamente digna ya es una victoria. La mayoría inmensa se derrumban en tópicos e inverosimilitudes, lo sanguinolento sin justificación narrativa, el ridículo en la puesta en escena y, a veces, hasta una hilaridad involuntaria. O todo junto. Si lograr una comedia decente se encuentra al alcance de pocos porque no muchos están dotados para el verdadero ingenio humorístico y el ritmo pertinente que hacen falta, el terror es ese otro género para cineastas de verdad habilidosos. Y, a la vista del fruto, podemos decir que Ángel Gómez Hernández ha salido airoso del brete de Voces, su fantasmal ópera prima.
Y quizá no deba extrañarnos, pues ha podido curtirse en un buen número de cortos antes de ir a por el largometraje; nueve para ser exactos. El perdón (2006) es imposible de localizar. Luego vino Lágrimas de papel (2008) y su trilogía sobre monstruos clásicos, compuesta por Sed de luz (2010), La última víctima (2011) y Pertenecemos a la muerte (2012). Pero el primero al que hay que ponerle el pulgar en alto es Y la muerte lo seguía (2012), un western que anda con buen pulso en la cuerda floja y que, por un giro terrorífico, inesperado y bastante inteligente, no llega a caer sobre la lona. Y en la pulcritud de Behind (2016) y Cariño (2018) ya hallamos visos indiscutibles de madurez audiovisual, y la una de veras nos estremece y la otra resulta de lo más inquietante.
Tras el extraño cambio de registro en The Silent Weeping (2019), un diestro cortometraje de acción que podría servir perfectamente de breve prólogo para un largo a lo saga de John Wick (Chad Stahelski y David Leitch, desde 2014), el joven director español ha vuelto a sus dominios con Voces, cuya clase de historia reproduce su principal interés: los distintos caminos posibles de la narrativa cinematográfica del horror. Pero ni se le ocurre huir en absoluto de los ingentes clichés del género sobre casas encantadas, sino que los manosea sin ningún tipo de pudor, abrazando los elementos y la categoría de personajes que hemos visto en multitud de ocasiones en la gran pantalla. Y lo cierto es que su desvergonzada apuesta por el bagaje cultural, contra todo pronóstico, le sale bien.
Voces huele que tira de espaldas en principio al mito imperecedero de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) y a ciertos aspectos comunes a estas alturas de El último escalón (David Koepp, 1999) o The Ring (Gore Verbinski, 2002). Y luego vira decididamente hacia La leyenda de la casa del infierno (John Hough, 1973) y los filmes de Expediente Warren (James Wan, desde 2013). En sus primeros compases, uno alberga el fuerte temor de no encontrar más que lo mismo de siempre por la firme propuesta de déjà vu y una banda sonora a cargo de Jesús Díaz (Évolution) y un montaje de sonido que, entonces, se usan para intranquilizarnos de una forma artificial. Pero, si bien se echa de menos una mayor chispa en los diálogos, la cosa se reconduce hacia los buenos modales.
Así, la música y el sonido se integran con el montaje visual durante el resto de la película tan limpiamente como en Behind y Cariño. Sus actores nunca titubean, desde Rodolfo Sancho (La noche de los girasoles) como Daniel, Ana Fernández (Cuestión de sexo) vistiéndose de Ruth y Ramón Barea (Todos lo saben) como Germán hasta Belén Fabra (Origin) en la piel de Sara o Lucas Blas (Cuerpo de élite) como Eric. Y el conjunto acaba siendo genuinamente espeluznante, sin bochornosos trucos de salón ni sangre gratuita, y su trama, casi tan implacable como la de La bruja (Robert Eggers, 2015) o Hereditary (Ari Aster, 2018) y, desde luego, mucho menos piadosa que las intrigas sobrenaturales que encaran Ed y Lorraine Warren. Punto, set y partido para Ángel Gómez.