Da la sensación de que los cineastas escarban en mayor medida entre las historias reales que los escritores en busca de algo suculento que contarnos. Y, por alguna razón, aquellas sobre pillos, farsantes, estafadores y cualquier otra especie de delincuente similar llaman la atención tanto de los narradores como del público, deseoso de que lo asombren desde la pantalla. Tal vez porque albergamos cierto respeto por la inteligencia o la habilidad de los que engañan y se salen con la suya, o lo consiguen durante un tiempo de absoluta gloria personal. De modo que la nueva película del joven estadounidense Cory Finley para la HBO, titulada Bad Education (2019), tiene un plus de interés en ese sentido.

Se trata de su segundo largo tras Purasangre (2017), muy diferente en el tono pero con la misma o quizá mayor elegancia en la planificación visual. Su argumento de decidido suspense recuerda mucho al retorcido espíritu criminal de la novelista Patricia Highsmith (El talento de Mr. Ripley). Y recibe una gran ayuda de la banda sonora minimalista y atmosférica elaborada por Erik Friedlander (Oh Lucy!) y su instrumentación de sonidos para enrarecer el ambiente. Pero, en ambas, Finley aborda la ambición de la clase acomodada o de personajes que aspiran a ella. Así que coinciden en la motivación del estatus económico como ingrediente dramático de Bad Education.

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El tono y el ritmo que adopta el director para relatar este fraude verídico difieren de los que solemos encontrarnos en esta clase de hazañas, las de los pillos de la vida real, como en Atrápame si puedes (Steven Spielberg, 2002), La gran estafa americana (David O. Russell, 2013), Juego de armas (Todd Philips, 2016) o Estafadoras de Wall Street (Lorene Scafaria, 2019). No resulta tan vivaz Bad Education, no circula a cien por hora, y hay contención y sutileza en su humor irónico. Y profundidad en lo ambivalente del carácter del protagonista, el creíble Frank Tassone de Hugh Jackman (Logan), que no solo se lucra sin escrúpulos sino que de veras le importa su trabajo.

Es un personaje al que se va descubriendo por capas, poco a poco, como quien pela una cebolla individual —bendito Shrek— o extrae unas cuantas muñecas rusas una tras otra conforme avanzan los ciento cuatro minutos el metraje, hasta dejarlo totalmente expuesto. Lo que significa que la trama cardinal sobre la engañifa presupuestaria y la revelación de sus detalles es indivisible del perfilado progresivo de Tassone en Bad Education. El propósito que demuestran, pues, las decisiones de Finley y su guionista, Mike Makowsky (Take Me), es exponer la forma en que se destapó el fraude y desnudar a su principal artífice a la vez, sin preferencias por una u otra labor. Construir al pillo y su pillaje.

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Pero un rol protagónico como el de Jackman, muy matizado por él y cuya expresión en el plano final es un remate digno de sinceras felicitaciones, no sería nada sin los secundarios que dan pie a su desventura, bien cubiertos por intérpretes como Allison Janney (Las horas) en la piel de Pam Gluckin o Ray Romano (Raymond) en la de Bob Spicer. O Geraldine Viswanathan (Miracle Workers) encarnando a Rachel Bhargava, Annaleigh Ashford (Masters of Sex) como Jenny Aquila, Rafael Casal (Punto ciego) dando vida a Kyle Contreras, Alex Wolff (Hereditary) como Nick Fleishman o Stephen Spinella (The Knick) en los zapatos de Tom Tuggiero.

La partitura de Michael Abels (Déjame salir), que nos agradó con la contundencia de la que compuso para Nosotros (Jordan Peele, 2019), pivota entre lo clásico y el minimalismo de Friedlander en la de Purasangre. Y alargar los planos hasta la secuencia, pero no continuamente ni sin tino, yendo en pos de los personajes protagonistas es del gusto de Finley. Durante Purasangre, lo hizo en varias ocasiones. Para Bad Education, solo en un par, pero muy importantes: en la secuencia de apertura y en la de cierre, montada, como todo el tramo último, con una delicada soltura por la reincidente Louise Ford (El faro). De manera que el filme es redondito. Al menos, en su estructura. Por lo demás, estimable.

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