El arte se basa o se inspira en el mundo real, no solo para su representación o para contarnos historias sustanciosas que logren atrapar el interés huidizo o la caprichosa atención del público, sino también para que lo que ocurre en las ficticias nos resulte creíble, y que la conducta de los personajes y el funcionamiento de las cosas en el escenario en el que se mueven, así como el escenario mismo, no nos provoquen muecas de disgusto por su inverosimilitud. Garantizarla es fundamental para que cualquier narración sea aceptable por lo pronto, y para que la experiencia de los lectores o los espectadores cinematográficos no se descarrile y se escapen del hechizo en el que les habría de sumir la obra en cuestión.
Para todo lo demás, el arte es libre. Establecida la credibilidad necesaria, los autores pueden hacer de su capa un sayo con tal de que no la destruyan, y esto no deja fuera unos valores de producción que eviten lo cutre en el cine, faltaría más, porque lo que se ve falso nos saca a empujones de la experiencia, como lo que se siente así en la narración. Pero lo que hay que tener claro es que las virtudes de una película, todo aquello que se debe evaluar en un análisis artístico, de cuanto resulta adecuado que uno diga que está bien o no lo está en absoluto, no guardan relación alguna con la fidelidad a los hechos históricos o la novela que se adapten en caso de que ese haya sido el proyecto. Lo único de relevancia crítica son los aspectos propios de la composición audiovisual y la elocuencia del guion.
El motivo le parecería bastante obvio a un espectador razonable, no ciego por fanático del material de partida: que una adaptación sea fiel a este no mejora ni lo más mínimo los mencionados aspectos genuinamente audiovisuales —y no debemos olvidar nunca que el cine es, sobre todo, una composición de imágenes en movimiento— ni la lucidez de su escritura. Como tampoco que la ideología que exprese abiertamente, se intuya o incluso la que afirmen ver entre las costuras narrativas los estomagantes aficionados a la sospecha ideológica sea más o menos progresista, acorde a la racionalidad del método científico o respetuosa con los derechos humanos. Por supuesto, la fidelidad y la ideología pueden ser examinadas, pero no determinantes en un juicio del filme como obra artística.
No hay problema con que uno considere muy útil como vehículo de divulgación histórica una adaptación que se ajuste a los hechos, o lamente que un taquillazo sobre algún episodio de la historia humana no sirva para ese beneficio colateral; ni que se alegre porque un director haya sabido entender y transmitir la esencia de una obra literaria o que se disguste porque la haya cambiado por completo; ni que ponga por las nubes el espíritu feminista y empoderador de una trama con la que evolucionan sus personajes o lo opuesto a caer de un burro. Siempre y cuando sea capaz de admitir también que nada de eso afecta a su valoración. De lo contrario, es muy probable que casi la totalidad de las grandes narraciones cinematográficas o de la literatura se fuesen por el sumidero de lo despreciable.
En la emocionante **El nacimiento de una nación (David W. Griffith, 1915), el villano es un negro poderoso —un actor blanquito con betún— como no podía serlo ninguno en aquellos Estados Unidos profundamente racistas ni en broma, y los héroes que salvan de sus perversas intenciones a la típica damisela en apuros, los miembros del infame Ku Klux Klan, que cabalgan al rescate con sus capirotes puestos y todo; y en la escalofriante El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925), un encargo propagandístico del monstruo totalitario que fue la URSS, se falsea la historia de la Revolución Rusa. Pero ambas son fundamentales en el mismísimo desarrollo del cine tal como como lo conocemos porque, entre otras cosas, ampliaron los horizontes del montaje de forma colosal e irrepetible**.
**El resplandor (Stanley Kubrick, 1980)**, por ejemplo, adapta la formidable novela homónima escrita por Stephen King (1977) y es uno de los mayores hitos del terror cinematográfico, y una versión mucho más libre que la fiel miniserie posterior (Mick Garris, 1997), la cual se derrumba hasta el ridículo más incómodo. Y la espléndida **Ready Player One (Steven Spielberg, 2018)** cambia muchísimos detalles importantes de la novela de culto que trasladó al cine con el mismo título, publicada por el estadounidense Ernest Cline en 2011, y estas variaciones responden a la necesidad de ofrecer una aventura fílmica con la vitalidad y el ritmo oportunos para que los espectadores no bostezasen viéndola; su falta de fidelidad, por consiguiente, era imprescindible.
No se puede echar por tierra esa serie de televisión extraordinaria que es **The X-Files (Chris Carter, desde 1993), una de las iniciadoras de la perspectiva cinematográfica en su medio y, por tanto, de la edad de oro televisiva, porque el magufo de Fox Mulder llevara razón con su empeño paranormal* en la inmensa mayoría de los casos que investigaban frente a la científica Dana Scully. Un ateo tampoco habría de abominar estupendos filmes religiosos como Los diez mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956), Ben-Hur (William Wyler, 1959) o La pasión de Cristo (Mel Gibson, 2004); ni un creyente, otros tan macanudos como La herencia del viento (Stanley Kramer, 1960), La última tentación de Cristo (Martin Scorsese, 1988) o Camino* (Javier Fesser, 2008).
Sin embargo, existe una excepción a esto por las características genéricas de ciertas películas: los documentales, que proponen tesis sobre algún asunto de la realidad y, por tanto, deben ser intelectualmente honestos, con información verídica y argumentaciones no falaces; igual que los ensayos literarios. Por ese motivo, solo podemos calificar de vergonzosas obras conspiranoicas como la trilogía de Zeitgeist (Peter Joseph, 2007-2011), Loose Change (Dylan Avery, 2009), Comprar, tirar, comprar (Cosima Dannoritzer, 2010) o Cowspiracy (Kip Andersen y Keegan Kuhn, 2014). A no ser que se trate de un falso documental: como el resto del cine, no será peor si no cumple con la fidelidad a la historia auténtica, el material originario ni la ideología de las buenas personas.
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