Ya es un tópico manifiesto decir que hay historias que merecen ser contadas; contadas bien, por supuesto. En el ámbito del cine, se suele asegurar tras ver determinada clase de película que era muy necesaria, una obra sobre hechos reales de tal calibre que resultan dignos de una recreación fílmica; pero decente, faltaría más. Porque toda persona debiera conocerlos y el cine es un arte de masas, verdaderamente útil para esta misión, ningún otro tan adecuado. Así, *a nadie en sus cabales le puede extrañar en absoluto que se rodara algo como La herencia del viento, dirigida en 1960 por el eficiente Stanley Kramer, el cual nos obsequió también más tarde con ¿Vencedores o vencidos? (1961), El mundo está loco, loco, loco* (1963) o Adivina quién viene esta noche (1967).
En 1955, una obra de teatro escrita por los estadounidenses Jerome Lawrence y Robert E. Lee se estrenó en Dallas y los críticos la elogiaron hasta el punto de que, después de haber sido rechazada por ocho productores de Broadway, acabó igualmente en los escenarios de la conocida avenida neoyorkina. Es tal obra homónima lo que adaptó Kramer a la gran pantalla, para la que a su vez se inspiraron Lawrence y Lee en **el juicio del estado de Tennessee contra John Thomas Scopes, un maestro de la localidad de Dayton acusado de enseñarles la teoría de la evolución a sus alumnos en la escuela pública**: la Ley Butler de Tennessee prohibía negar el génesis bíblico en los centros de enseñanza e instruir acerca de lo que descubrió el británico Charles Darwin.
Este disparate fue deliberado, pero consecuencia de la ley irracional que introdujo el granjero John Washington Butler en 1925, el mismo año del juicio; y el absurdo argumento para defenderla fue que, si la Biblia es la base sobre la cual se construye el Gobierno de Estados Unidos, los evolucionistas no niegan solamente la historia sagrada de la creación, sino que socavan además el fundamento del Gobierno estadounidense. Ante tal ley, la Unión Americana de Libertades Civiles ofreció financiación para un desafío a la constitucionalidad de la misma si algún docente de Tennessee estuviese dispuesto a ser acusado. Un grupo empresarial de Dayton aprovechó tan osada propuesta de la ACLU para intentar darle publicidad a su pueblo, y sus ojos se fijaron en John T. Scopes.
Al profesor no le hacía mucho tilín el asunto en un principio, pero terminaron convenciéndole. El ingeniero y geólogo George Rappleyea apuntó que, si bien la Ley Butler prohibía enseñar la teoría evolutiva en los colegios públicos, el estado de Tennessee también había fijado a un tiempo que se debía usar en clase el libro A Civic Biology: Presented in Problems, de George William Hunter (1914), con un capítulo sobre la evolución de las especies, lo cual obligaba a los maestros a violar la ley. Para la acusación en el juicio hubo cinco juristas con el ex secretario de Estado y senador William Jennings Bryan al frente; y para la defensa, otros cinco con el agnóstico Clarence Darrow como orador principal, famoso por su papel antipena de muerte en el proceso por asesinato de Leopold y Loeb en 1924.
El juicio fue noticia de interés en todo el país, con más de 200 reporteros informando de su desarrollo, dos ingleses incluidos. El locutor Quin Ryan lo retransmitió para la WGN de Chicago, estuvo en la portada de The New York Times durante días y el resto de la prensa, como las revistas Time y Life, lo caricaturizó sin descanso, pero las burlas más sonadas fueron las del columnista Henry Louis Mencken para The Baltimore Sun, cuyo director había pagado la fianza de Scopes, 500 dólares: “La ciudad, lo confieso, me sorprendió mucho”, escribió Hache Ele refiriéndose a Dayton. “Esperaba encontrar un pueblo del sur escuálido, con negros dormitando en los bloques de caballos, cerdos escarbando debajo de las casas y los habitantes llenos de anquilostomas y malaria”.
Para la jornada séptima del proceso, al intrépido Clarence Darrow se le ocurrió la feliz y no muy ortodoxa idea de llamar al estrado como testigo a William Jennings Bryan, su oponente de la acusación, en un intento de hacer visible que tragarse la historicidad bíblica es un sinsentido. El fiscal Tom Stewart pidió explicaciones sobre qué fin podría haber en tal interrogatorio inesperado; Bryan dijo que “ridiculizar a todos los que creen en la Biblia”; y Darrow, sin contemplaciones, les espetó: “Tenemos el propósito de evitar que los fanáticos e ignorantes controlen la educación de los Estados Unidos”. Para ello, le preguntó sobre el hecho de que Eva fuese creada a partir de una costilla de Adán o de dónde salió la esposa de Caín.
“Insultan a todo hombre de ciencia y aprendizaje en el mundo porque no cree en su religión tonta”, sentenció Darrow. Pero sus esfuerzos resultaron estériles: tras ocho días de juicio y una deliberación de nueve ridículos minutos, el jurado declaró culpable a Scopes y el venerable juez John T. Raulston le impuso una multa de 100 dólares, que hoy equivaldrían a casi 1.500, y permitió hablar al acusado: “Continuaré en el futuro, como lo he hecho en el pasado, para oponerme a esta ley de cualquier manera que pueda”, aseguró entonces el maestro de Dayton. “Cualquier otra acción violaría mi ideal de libertad académica, es decir, enseñar la verdad garantizada en nuestra Constitución, la libertad personal y religiosa. Creo que la multa es injusta”.
Sus abogados presentaron apelaciones a la Corte Suprema de Tennessee, por supuesto, y aunque fueron rechazadas por el tribunal, este anuló la condena por un tecnicismo: ajustándose a las leyes, la multa debía haber sido decidida por el jurado, no por el juez. Pero, tras una condena tan penosa, los creacionistas de otros Estados plantearon leyes similares a la de Butler. Y no fue hasta 1967, tras cuatro décadas de aguantar la censura anticientífica, que Tennessee derogó la dichosa ley cuando Gary L. Scott, docente público de Jacksboro, ganó otro juicio para su reincorporación inmediata después de que le despidiesen por la misma acusación a Scopes, y decidió promover una demanda colectiva contra esa ley según el derecho a la libertad de expresión garantizado en la Primera Enmienda.
Lo curioso es que no se debió a la ley de Tennessee sino a la de Arkansas que la Corte Suprema de los Estados Unidos resolvió que prohibir la evolución biológica en clase, sin duda, contraviene la Cláusula de Establecimiento de la mencionada Primera Enmienda porque favorece a una visión religiosa particular, y “el Estado no tiene ningún interés legítimo en proteger a ninguna o todas las religiones de opiniones desagradables para ellas”. Fue posible en 1968, gracias a Susan Epperson, una profesora de Little Rock que presentó una demanda de inconstitucionalidad por las mismas razones de George Rappleyea. Trece años después del debut de La herencia del viento en las salas teatrales de Dallas y Nueva York, y ocho tras el de la película que había realizado Stanley Kramer.
John Scopes había nacido en Kentucky en 1900, y allí se marchó en 1930 cuando estuvo claro que no le dejarían desempeñar su carrera en Tennessee —que ahora celebra el Festival Scopes en Dayton— a raíz del proceso en su contra. Trató de alejarse de los focos de la prensa, que le acosaba, y no se volvieron a posar sobre él hasta que aceptó asistir al estreno del filme, treinta y cinco años después de la época en que se sentó en el banquillo. Y eso que, en realidad, se había saltado la parte de A Civic Biology sobre la evolución mientras enseñaba en la escuela de Dayton, y sus alumnos habían sido persuadidos por sus abogados para que declarasen lo opuesto: todo por la causa educativa, siempre justa en cualquier caso. Pero bien merece la obra de Kramer que le dieran la murga de nuevo.
Con Dick York como el maestro Bertram T. Cates, trasunto de Scopes, se trata de una de esas joyas en blanco y negro que nadie debería perderse por nada del mundo; emocionante, con una elocuencia y una acidez muy satisfactorias, un buen aprovechamiento de los recursos audiovisuales para no sacar al espectador de su embrujo —a la manera de Doce hombres sin piedad (Sindey Lumet, 1954)— y las interpretaciones impecables de *Spencer Tracy en la piel del abogado Henry Drummond, remedo de Darrow; Fredric March como el fiscal Matthew Harrison Brady, trasunto de Bryan; o Gene Kelly en los zapatos del periodista E. K. Hornbeck, del Baltimore Herald, remedo de Mencken*. Sin embargo, no es la única adaptación al cine hasta la fecha.
*Un episodio de la serie televisiva Hallmark Hall of Fame (desde 1951) fue precisamente Inherit the Wind* (15x02), dirigido por George Schaefer en 1965, con Burt Brinckerhoff, Melvyn Douglas, Ed Begley y Murray Hamilton como Cates, Drummond, Brady y Hornbeck. En 1988, se lanzó en la pequeña pantalla la peli Heredarás el viento, del cineasta David Greene y con Kyle Secor, Jason Robards, Kirk Douglas y Darren McGavin en los susodichos papeles. Y en 1999 y también para la tele, Daniel Petrie se ocupó de La herencia del viento**, con Tom Everett Scott, Jack Lemmon, George C. Scott y Beau Bridges como tales personajes. El capítulo de Schaefer ganó un Emmy técnico; Robards y su propio filme, el correspondiente; y Lemmon, un Globo de Oro por su Drummond.
La película de Stanley Kramer ya había sido nominada a los Oscar —con Spencer Tracy en la categoría de mejor intérprete masculino, además de guion adaptado o montaje—, a los mencionados premios de la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood y a los BAFTA, pero su mayor reconocimiento se produjo en el Festival de Berlín: le otorgaron el Oso de Plata a Fredric March como mejor actor por su Brady. Por otra parte, *un filme al margen de la obra escrita por Jerome Lawrence y Robert E. Lee y titulado Alleged* fue dirigido por Tom Hines en 2010, con Jamie Kolacki, Brian Dennehy, Fred Dalton Thompson y Colm Meaney como Scopes, Darrow, Bryan y Mencken y en el que el proceso en Dayton no es más que una excusa para una trama romántica**. Disfrutad mejor con la peli de Kramer, la única de las cinco adaptaciones con méritos suficientes para considerarla necesaria de veras.