La historia de la ciencia se escribe en los laboratorios, con el ojo pegado al microscopio o los codos anclados a una mesa mal iluminada y repleta de folios emborronados con cálculos. Demasiado a menudo sin embargo sus grandes capítulos se dirimen en los despachos y ruedos políticos. Que el mayor talento científico del siglo XX ganase el Nobel de Física se decidió en gran parte así: con buenas dosis de diplomacia y un finísimo talento para hilvanar sensibilidades. Sin él Albert Einstein sería recordado hoy como el padre de la teoría de la relatividad, por su pacifismo beligerante junto a Bertrand Russell y capacidad para revolucionar la ciencia; pero en su vitrina —y lo que sería aún más incomprensible, en la de la Academia Sueca— faltaría la prestigiosa medalla Nobel.
Aunque cueste creerlo, “cocinar” el galardón de Einstein requirió de un complejo alarde de ingeniería diplomática. Recapitulemos: a finales de 1919 el desmelenado genio alemán era lo más parecido a un rockstar de la física. En noviembre la Royal Society y la Royal Astronomical Society habían confirmado que las predicciones de Einstein se ajustaban a lo que los científicos habían observado durante un eclipse ocurrido en mayo. En su Alemania natal el Berliner Illustrirte Zeitung lo equiparaba al genio de Copérnico, Kepler o Newton y Times no dudaba en vincularlo a una “revolución científica”.
Lo esperable —como apunta Walter Isaacson en su biografía sobre el sabio germano— hubiera sido que en 1920 se le otorgase el Nobel. Al fin y al cabo había pasado ya década y media desde su annus mirabilis, cuando en cuestión de meses —siendo aún un veinteañero que residía en Berna— había encadenado un carrusel de artículos brillantes en los que planteaba una rompedora teoría cuántica de la luz, contribuía a probar la existencia de los átomos, explicaba el movimiento browniano, cambiaba el concepto de espacio y tiempo y planteaba la que tal vez sea la ecuación más célebre de la historia: E=mc2. Por su teoría de la relatividad especial, en 1910 el químico Wilhelm Ostwald lo había propuesto para el Nobel de Física. En los años siguientes Einstein volvería a estar entre los nominados.
¿Ocurrió en 1920? ¿Logró el sabio judío al fin la ansiada medalla de la Academia Sueca tras su éxito de 1919? No.
Fiel a las directrices de Alfred Nobel, quien había muerto un cuarto de siglo antes, la academia aspiraba a distinguir a aquellos científicos que lograsen el “descubrimiento o invención más importante”. Y a principios de la década de 1920 muchos eruditos no tenían del todo claro que la teoría de la relatividad se ajustase a esa pauta. El planteamiento de Einstein les resultaba demasiado abstracto y eran partidarios de esperar a que hubiera mayor número de evidencias que lo respaldaran. En contra de Einstein jugaban además otros dos factores: el peso que ostentaban los teóricos experimentales frente a los puros en el comité sueco y la postura crítica de algunos de sus integrantes destacados, como Svante August Arrhenius o el antisemita Philipp Lenard, autor de disparatados textos contra lo que él consideraba “la ciencia judía”.
El Nobel de Física de 1920 fue a parar a manos del suizo Charles-Édourard Guillaume por “sus aportaciones sobre la medición de la precisión en física y su descubrimiento de anomalías en las aleaciones de acero-níquel”. Un año después el apoyo a Einstein había crecido, sin embargo, y sumaba ya a eruditos del calibre de Planck o Eddington. Tampoco entonces hubo suerte. El comité sueco encargó al oftalmólogo Allvar Gullsstrand que elaborase un informe sobre la teoría de la relatividad que poco ayudó al científico germano. Gullsstrand era un espléndido doctor —había ganado el Nobel de Medicina casi una década antes, en 1911— pero, como anota Isaacson, sus conocimientos sobre física y matemáticas no lo convertían en el juez más apto para valorar la obra de Einstein.
¿Ganó Albert el Nobel de 1921?
No, pero sí. Para salir de aquel bochornoso jardín en el que se había metido, la academia decidió aplazar la elección del Nobel de Física de 1921. A finales de ese año ni el físico alemán ni ningún otro acudió a recoger la medalla. Sencillamente, la institución acordó darse un tiempo para encontrar la forma más elegante de salvar la situación.
La llegada al comité en 1922 del físico de la Universidad de Uppsala Carl Wilhelm Oseen le ayudó a orientarse hacia una salida diplomática. Como un hábil maestro ajedrecista en una partida al borde del enroque, Oseen supo dar con los movimientos que despejasen lo que parecía un problema insalvable. En primer lugar, ayudó a Gullstrand a superar alguna de sus objeciones sobre la teoría de la relatividad. Su mayor jugada, sin embargo —recuerda Isaacson en su libro—, fue mediar para que la academia otorgase de una vez el Nobel a Einstein… Aunque no por la relatividad, sino por otra de sus aportaciones: el descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico.
La propuesta de Oseen era algo así como la cuadratura del círculo. Al apuntar a una ley, satisfacía la sensibilidad de los integrantes del comité que se empeñaban en interpretar las pautas de Alfred Nobel de forma conservadora. El maestro de Uppsala aludía además a una aportación plenamente demostrada. Las ventajas de su propuesta no se quedaban ahí. Darle a Einstein el Nobel de 1921 permitía a la Academia entregar al mismo tiempo el de 1922. El escogido fue Niels Bohr por su labor “en la investigación de la estructura de los átomos y la radiación que de ellos emana”. La idea de Oseen gustó. Tras una larga década en las quinielas, Albert Einstein tendría al fin su medalla. A principios de septiembre de 1922 la Academia sueca votó por fin distinguirlo con el Nobel… ¡De 1921!
La institución estaba tan preocupada en subrayar que el galardón de Einstein no tenía nada que ver con su teoría de la relatividad que en una de sus cartas, el secretario de la academia incidía en que el premio se otorgaba “sin tener en cuenta el valor que se concederá a sus teorías de la relatividad y de la gravitación una vez que estas se confirmen”.
¿Terminó entonces el culebrón sobre el Nobel de Einstein?
No realmente. La academia no era la única dotada de orgullo. El tortuoso camino que la institución había emprendido para otorgarle el premio debió de disgustar a Einstein, quien decidió no acudir a recoger la medalla. Aunque en septiembre el presidente de la entidad le había recomendado —con una indisimulada discreción que no pudo pasar inadvertida al físico germano— que sería “deseable” que dejase libre su agenda para diciembre, cuando se celebra la ceremonia de los Nobel, este organizó un viaje a Japón para esas fechas. A finales de 1922, mientras en Suecia se arrancaba con boato la fiesta de la academia, el padre de la teoría de la relatividad estaba de gira por Asia.
El 10 de diciembre acudió a recoger la medalla en representación de Einstein el embajador de Alemania. Ni siquiera ese gesto se libró de la polémica. Estuvo precedido de una airada controversia sobre si el honor debía recaer en el país germano o en Suiza. Einstein había nacido en la vieja Ulm (Baden-Württemberg), en 1879; pero gran parte de su carrera la desempeñó en tierras helvéticas e incluso disfrutaba de la nacionalidad suiza. Mientras, el físico permanecía en Japón.
Isaacson apunta una última “oscura ironía” en el baile de Einstein con el Nobel. Que se le concediese el premio precisamente por la ley del efecto fotoeléctrico supuso un jarro de agua fría para Philipp Lenard, el húngaro que había despotricado contra la “ciencia judía”. ¿La razón? Las investigaciones de Einstein en aquel campo se basaban en gran medida en observaciones del propio Lenard. Uno de los más enconados opositores a que el alemán recibiese la medalla vio así —por obra y gracia del destino— como este era galardonado por un campo en el que él mismo había sido un pionero.