Al patentar en Estados Unidos su bombilla incandescente de filamento de carbono —a principios de 1880—, Thomas Alva Edison prometía una nueva luz, sacar de los laboratorios aquel fuego de Prometeo artificial y enlatado e iluminar con él los hogares durante horas y horas. Sus innovaciones perfeccionaban la bombilla registrada poco antes en Gran Bretaña por Joseph Wilson Swan y seguían la estela de otros genios que ya habían allanado el camino, como Humphry Davy o James Bowman Lindsay.
Gracias a la bombilla comercial de Edison muchos negocios se sacudirían la tiranía del Sol, que oscilaba de las jornadas extenuantes del verano a los días mínimos en invierno. Los poetas ya no tendrían que garabatear versos a la luz de los quinqués. En los hogares de Estados Unidos —a los que el inventor había echado el ojo— las familias podrían empalmar las copas de la cena con el café del desayuno sin tener que terminar empapados por el aroma luctuoso de las velas o del queroseno.
Tan prometedores eran los avances de Edison y las perspectivas de la electricidad que los negocios encargados de suministrar combustible para los faroles se echaron las manos a la cabeza. Al menos durante el tiempo que tardó la nueva revolución industrial en ponerles delante horizontes más jugosos. Ironías del destino —el mismo que hizo que Newton consumiese años y esfuerzos entre pucheros de alquimista—, en esa pugna por llevar la luz a los hogares estadounidenses la tecnología escribió uno de los capítulos más oscuros de su historia.
La guerra de las corrientes entre Edison y Tesla
Además del ingenio, si algo destacaba en Edison era su ambición descomunal. La ambición lo convirtió en un autodidacta brillante. Por pura ambición se dedicó a registrar patentes a una velocidad fabril —(casi) como si saliesen de una cadena de producción en serie— hasta superar el millar al final de su vida. E impulsado por esas mismas ganas de comerse el mundo se catapultó desde los talleres de los que salieron el fonógrafo o el quinetoscopio a los despachos, donde se convirtió en un empresario tenaz y reacio a aceptar una derrota.
A finales del siglo XIX la ambición de Edison se centraba en el reto de suministrar electricidad a grandes poblaciones. En 1882 había instalado en Pearl Street su primera central comercial, todo un hito… aunque de capacidad limitada: su potencia solo permitía abastecer a un área de tres kilómetros cuadrados. Hacia 1885 su compañía disponía ya de decenas de estaciones repartidas por Nueva York. Pero aquello tampoco era suficiente. Si quería alcanzar su objetivo de llevar la electricidad a las urbes americanas necesitaba perfeccionar su distribución.
La solución llamó a su puerta hacia 1884, cuando se plantó en su despacho un joven larguirucho oriundo de Smiljan —una pequeña villa situada en la actual Croacia—, de penetrantes ojos oscuros y un bigote que a Edison bien pudo haberle recordado los escobones que utilizaban en su taller. El recién llegado había salido de París con una carta de recomendación en la que se presentaba como Nikola Tesla, un ingeniero brillante. “Conozco a dos grandes hombres; usted es uno de ellos, el otro es este joven”, apuntaba el autor de la misiva, Charles Batchelor.
A Edison y a Tesla les unía el genio pero les separaban otras muchas cosas. El primero era autodidacta. El segundo había recibido una educación esmerada en Graz. El inventor norteamericano era un empresario que en ocasiones daba muestras de una pasmosa falta de escrúpulos. El joven europeo pecaba de todo lo contrario: centrado en los retos técnicos, a menudo dejó pasar la oportunidad de sacar un mayor rédito a sus patentes. A su modo sin embargo, ambos eran ambiciosos y tal vez por eso Edison decidió darle trabajo. Todo lo que les diferenciaba explica que esa relación no tardase en saltar por los aires.
Edison puso a trabajar al talentoso recién llegado en el tema que más quebraderos de cabeza le ocasionaba: cómo mejorar la corriente continua (DC, en sus siglas en inglés). Para motivarlo le garantizó una jugosa recompensa. Sin embargo cuando Tesla le presentó su propuesta el magnate de Ohio no dio saltos de alegría, ni aplausos, ni vítores. Tampoco sacó su talonario para cumplir con lo prometido. Al contrario, renegó de las ideas de Tesla. El joven serbocroata planteaba una solución completamente distinta a la Edison: la corriente alterna (AC).
A diferencia de la DC, —cuando los electrones fluyen de forma constante en una dirección—, en la AC las cargas eléctricas cambian el sentido del movimiento de manera periódica. En la práctica la propuesta de Tesla solucionaba uno de los grandes problemas de la corriente continua de Edison: llevarla a grandes distancias de una forma más eficiente, evitando las costosas pérdidas de energía durante el transporte de la DC.
La disputa en la que ganó el miedo
Si algo dejó claro Edison a lo largo de su vida es que no tenía ni un pelo de tonto y gozaba de un olfato único para los negocios, entonces ¿por qué no le gustó la propuesta de Nikola Tesla? Una explicación es que le molestara que aquel genio espigado y con bigote recién llegado de París le aventajase. Otra, mucho más factible, es que la DC abría las puertas a una jugosa fuente de ingresos: Edison tenía la patente de los generadores y transmisores para corriente continua.
Los desencuentros entre ambos inventores llevaron a Tesla a abandonar el equipo de Edison. Sus ideas no tardaron en encontrar quien apostase por ellas y hacia 1888 —cuatro años después de su llegada a Nueva York— empezó a trabajar con George Westinghouse, también ingeniero, inventor y un empresario de éxito que poco antes había fundado la Westinghouse Electric & Manufacturing Corporation. Enfrente se les plantó otro gigante: la General Electric de J.P. Morgan y Edison. Arrancaba la primera gran contienda que marcaría la entrada en el belicoso siglo XX: la “guerra de las corrientes”. El primer “bando” apostaba por la AC; el segundo, por la DC.
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Lo lógico hubiera sido que la disputa entre ambas empresas se zanjara en los laboratorios o ante las instituciones. Su campo de batalla sin embargo resultó mucho más prosaico. La disputa se dirimió en los mentideros y las páginas de los diarios. Para golpear a su contrincante Edison recorrió a una estrategia tan antigua como la humanidad misma: generar miedo.
El mago de Menlo Park alentó rumores que afirmaban que la potencia de la AC ofrecida por sus competidores representaba un peligro público. Se cuenta que un día un dentista de Buffalo vio aterrado cómo un empleado de Westinghouse Corporation caía fulminado tras tocar uno de los generadores eléctricos de la empresa. Cuando aquella historia llegó a oídos Edison se le encendió —en sentido metafórico y literal— una bombilla.
La corriente de las ejecuciones era de Tesla
El Estado de Nueva York buscaba por entonces un nuevo método para ejecutar a sus reos condenados a muerte, quienes —como en los salvajes años de Wild Bill Hickok— aún se despedían de este mundo con una soga ceñida al gaznate. La alternativa por la que se decantaron las autoridades neoyorquinas fue un funesto invento ideado por Harold P. Brown, a la sazón colaborador de Edison: la silla eléctrica. En una maniobra digna de un as de la publicidad el mago de Menlo Park logró que la corriente empleada durante las ejecuciones fuese la alterna de Tesla.
¿Alguien tendría una soga colgada de la lampara de su salón? ¿O un bote de cianuro en su despensa, entre los tarros de sal y pimienta? Entonces… ¿Iban a permitir las familias estadounidenses que la corriente alterna —la misma que empleaban las autoridades para freír a sus peores criminales— recorriese las paredes y techos de sus casas? Al plan de Edison ayudó que la primera ejecución con silla eléctrica —en agosto de 1890, en la prisión de Aurburn— fuera un fiasco. El sentenciado, un asesino llamado William Kemmler, tuvo que padecer un suplicio entre descargas que se prolongaron cerca de dos minutos.
Igual que el apellido del médico Joseph Ignace Guillotin ha quedado ligado a la afilada hoja metálica que cercenó el cuello de miles franceses durante el Reinado del Terror, Edison empezó a referirse a los ajusticiamientos en la silla eléctrica como “westingizar” en un intento por embarrar el apellido Westinghouse y labrarle un hueco —junto a la corriente alterna— en las pesadillas de las familias estadounidenses. Para contrarrestar el efecto de esa campaña Tesla tuvo que recurrir también a la publicidad y el espectáculo. En ese empeñó el inventor de Smiljan llegó a hacer pasar corriente alterna a través de su cuerpo con el fin de demostrar que era segura.
El peor de los finales para Topsy
Dos hitos asestaron sendos golpes de gracia a la “guerra de las corrientes” en favor de la AC. El primero fue la adjudicación a la empresa Westinghouse de la iluminación de la feria mundial de Chicago de 1893. Cuando el 1 de mayo de ese año el presidente Cleveland encendió 100.000 bombillas alimentadas con corriente alterna arrojó la primera palada de tierra sobre la DC. La segunda y definitiva llegó tres años después, cuando la misma compañía logró un codiciado contrato para la gran central hidroeléctrica del Niágara. Sus costes más ajustados permitieron a la corriente alterna imponerse a la continua.
A pesar de que a principios del siglo XX el grueso del partido ya estaba jugado, el episodio más truculento de la “guerra de las corrientes” ocurrió en 1903. Para comprenderlo hay que dar un salto y regresar a la década de los 70 del siglo XIX, cuando Edison frisaba los 30 años y Tesla aún no había cumplido los 20. Hacia 1875 un conocido empresario circense de Filadelfia, Adam Forepaugh, trasladó una elefanta desde el sureste de Asia a Estados Unidos para incorporarla a su espectáculo.
Ante el público presentó a la paquiderma como Topsy. A pesar de ese nombre, el cautiverio y las nefastas condiciones que soportaban los animales del circo hicieron que el animal se comportase con violencia. Sus arrebatos de furia y sus tres toneladas de peso la convertían en una bomba de relojería. Entre 1900 y 1902 mató a tres personas, la última un domador cínico y borracho que le daba de comer cigarrillos encendidos. El desgraciado animal terminó convertido en una atracción en el Luna Park (Coney Island), donde decidieron sacrificarla.
La cuestión que se planteó entonces era, ¿cómo acabar con un paquidermo de tres toneladas? Las autoridades pensaron en ahorcarla —13 años después, en Erwin (Carolina del Norte), se colgaría a otra infortunada elefanta que había matado a un hombre: Morderous Mary— pero a la Sociedad Americana para la Prevención de la Crueldad contra los Animales aquella solución le pareció una barbaridad. La alternativa —se dice que alentada por Edison— fue el novedoso método que usaba el estado de Nueva York desde 1890 para acabar con la vida de sus presidiarios sentenciados a la pena capital: la silla eléctrica.
Para el sacrificio se usó la corriente alterna en lo que hoy se supone un intento desesperado de Edison por incidir en el mensaje del miedo. Tampoco aquella táctica funcionó. Topsy pereció en cuestión de segundos el 4 de enero de 1903 tras recibir una descarga de 6.000 voltios ante la mirada ojiplática de un millar y medio de personas, pero a pesar del dantesco espectáculo la AC siguió su implantación imparable. De la atrocidad que vivió Topsy solo queda un vídeo grabado con una de las cámaras de Edison. A la larga lista de patentes del mago de Menlo Park pueda sumarse quizás la invención del cine snuff.
Aunque Edison se dedicó a exhibir la grabación en ferias acompañada de su habitual retahíla de advertencias sobre los riesgos de la AC la propuesta de Tesla había enraizado. Con la espina clavada de la “guerra de las corrientes”, Edison murió en 1931, ya octogenario y entre homenajes que se sucedieron por todo EEUU. Westinghouse compartió también las mieles del éxito y un reconocimiento que en 1911 le hizo ganar —otra vez, ironías del destino— la Medalla Edison, creada en honor al mago de Menlo Park. El peor parado de la historia fue Tesla. Murió solo, en un hotel de Nueva York, a principios de 1943. Uno de los principales artífices de que los hogares puedan disfrutar hoy de las ventajas de la luz eléctrica permaneció durante décadas a la sombra de otros inventores.