Su padre, Mitrídates V, murió envenenado cuando él era un niño. Con apenas 20 años ordenó encarcelar a su propia madre y asesinar a su hermano. Rey del Ponto, fue uno de los peores azotes de Roma y trajo de cabeza a tres de sus militares más célebres de finales de los siglos II e inicios del I antes de Cristo: Sila, Lúculo y Pompeyo. Con ese violento historial es más que comprensible que Mitrídates VI (Sinope, 132 a.C.- Panticapea, 63 a.C.) desarrollase un profundo miedo a que le colaran algún veneno mortífero, al igual que habían hecho con su progenitor. Para curarse en salud –y nunca mejor dicho- optó por una curiosa estrategia: durante años consumió pequeñas dosis de tóxicos. Creía que de ese modo terminaría siendo inmune.
Lo que con toda seguridad no podía imaginarse Mitrídates VI es que, por encima de sus hazañas militares, su afán conquistador e incluso su rocambolesca historia, más de dos mil años después de su muerte se le recordaría sobre todo por esa afición suya a probar bebedizos. Hoy la palabra “mitridatismo” figura de hecho en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) con el significado de “resistencia a los efectos de un veneno, adquirida mediante su administración prolongada y progresiva, empezando por dosis inofensivas”.
Al rey del Ponto su táctica con el consumo de venenos le salió bien… Demasiado bien, quizás. Cuenta la leyenda que hacia el final de su vida, cuando estaba amotinado en la fortaleza de Panticapea, consumió diferentes sustancias para quitarse la vida y evitar así caer en manos de sus enemigos. Las pócimas ingeridas durante tantos años le habían hecho inmune, sin embargo, y el buen sinopense tuvo que ordenar a uno de sus guardias que desenvainara su espada y lo degollase.
El músico que se inyecta peligrosos venenos
El Museo de Historia Natural de Londres acoge hasta mediados de mayo una muestra bautizada “Venon: Killer and Cure” en la que -entre diversas cuestiones relacionadas con los venenos- recuerda la historia del antiguo rey del Ponto y otros que han seguido sus pasos en el camino del mitridatismo. Una larga estela que tiene entre sus últimos representantes a Steve Ludwin, un músico norteamericano de 51 años que lleva cerca de tres décadas inyectándose veneno de algunas de las serpientes más mortíferas del planeta, como la mamba negra. Su objetivo, asegura, es contribuir al desarrollo de un suero que permita salvar a personas que hayan sido mordidas por serpientes.
La exposición se hace eco también del caso de Ludwin, a quien sus “experimentos” caseros con veneno le han podido costar la vida en más de una ocasión. En 2016 reconocía a The Guardian lo cerca que ha estado de la tumba. “Me inyecté un cóctel hecho con venenos de serpiente de cascabel, crótalo y víbora verde” –relata al diario, tras presumir primero de su salud de hierro- “Fue lo más tonto que pude hacer. En cuanto el veneno penetró supe que el juego había terminado. Mi mano se hinchó como un guante de béisbol y mi brazo se llenó de líquido hasta el hombro. Me pasé tres días en cuidados intensivos”.
En el mismo artículo, Ludwin asegura que está trabajando con un profesor de la Universidad de Copenhague para producir antídotos capaces de contrarrestar las mordeduras de serpiente. Según recogía en 2016 la CNN, el equipo danés -liderado por Brian Lohse, profesor de Química y Biología Molecular- confía en lograr un método económico y efectivo para obtener fármacos contra las mordeduras de serpiente. Con ese objetivo analiza las muestras que toman de Ludwin.
El equipo de Copenhague cree que los resultados podrían verse pronto. Otros expertos, como Wolfgang Wüster, profesor de Zoología en la Universidad de Bangor (Gales), son más escépticos y dudan de que la investigación con Ludwin lleve a algún lado. En lo que coinciden unos y otros -incluido el propio Ludwin- es en que lo que hace el músico entraña un gravísimo riesgo que puede costarle la vida.
A lo largo de los más de dos milenios que separan a Mitrídates VI de Ludwin ha habido otras personas que han explorado el mismo camino. El propio Steve reconoce que empezó a tontear con el veneno tras conocer cuando era niño a Bill Haast en el Serpentario de Miami. Durante más de 60 años, Haast -cuenta The New York Times- se inyectó un cóctel que combinaba venenos de 32 especies de serpientes. ¿Qué buscaba? La ansiada inmunidad. Su trabajo la requería, desde luego.
El norteamericano se dedicaba a extraer veneno de los escurridizos ofidios para obtener suero. Al final de su vida -murió con cien años- calculaba que entre sus dedos se habían deslizado unos tres millones de serpientes. Para demostrarlo le llegaba con enseñar las manos: tumefactas, con cicatrices, amputaciones… los estragos de décadas soportando mordeduras. La primera vez que unos colmillos hincaron su piel tenía 12 años. Una serpiente de cabeza de cobre le hizo pasar una semana en el hospital. Los clientes pagaban por ver cómo Haast se jugaba el tipo mientras drenaba el veneno en Miami.
Haast aseguraba que su suero era eficaz para tratar algunas enfermedades. A finales de 1979 la CBS se hizo eco del tema y poco después, en 1980, la FDA prohibía el producto tras cuestionar la seguridad de su elaboración. “Sin embargo, los investigadores han continuado trabajando en las drogas hechas del veneno con la esperanza de usarlas para tratar el cáncer, el alzhéimer y otras enfermedades”, recogía The New York Times en 2011, en el obituario de Haast.
El mitridatismo no es un campo al que se hayan dedicado solo hombres a lo largo de la historia. Poco después de que el desesperado rey del Ponto ordenase a su guardia que lo degollase, nacía en la Galia -en el siglo I de nuestra era-, Locusta, mujer con un periplo digno de Hollywood y que trabajó como asesina para Agripina y Nerón. Se dice que cada día probaba un veneno distinto y de ese modo logró desarrollar cierta inmunidad a diferentes sustancias tóxicas.
Un antídoto contra los venenos de serpeintes
En el Imperio Romano, en los Estados Unidos del siglo pasado, hoy en día… lo que está claro es que las mordeduras de serpiente representan un problema de salud pública muy difícil de ignorar. Según datos publicados en septiembre por la Organización Mundial de la Salud (OMS), se calcula que cada año reciben mordeduras de estos reptiles unos 5,4 millones de personas en el mundo. De ellas la mitad, 2,7 millones, se envenenan. El dato es alarmante –supone casi 14.800 afectados a diario-, pero bien podría quedarse corto.
La propia OMS reconoce que en amplias regiones del planeta hay muchos heridos que optan por recurrir a la medicina tradicional, no acuden a los centros de salud –en ocasiones estos no están ni siquiera a su alcance- y sus casos quedan al margen de las estadísticas oficiales. La mayoría se localizan en Latinoamérica, África o Asia. El problema sacude con una crueldad especial a los trabajadores rurales. Aunque existen tratamientos muy eficaces para contrarrestar los efectos de las mordeduras de ofidios, los fármacos no siempre están al alcance de quienes más los necesitan. El verano pasado, de hecho, la OMS incluyó el envenenamiento ocasionado por las serpientes entre las enfermedades tropicales desatendidas más prioritarias.
¿Sirven de algo los esfuerzos del Mitrídates ante esa situación? ¿Tiene algún provecho el tonteo de Haast o Ludwin con la muerte? Desde hace más de un siglo los antivenenos se obtienen principalmente de plasma de mamíferos. Destacan en especial los caballos y ovejas. El proceso –como explica la Agencia Iberoamericana para la Difusión de la Ciencia y la Tecnología (DICYT)- es relativamente “sencillo”, al menos de entender: se extrae el veneno de los ofidios, se inyecta al animal en varias ocasiones, se le extrae cierta cantidad de sangre, se purifican los anticuerpos y se formula el producto final.
Esa técnica ha demostrado su eficacia durante décadas, pero resulta laboriosa y cara. “Además, en tanto que el antiveneno es un derivado equino o bovino, su administración en humanos puede provocar efectos secundarios adversos, en algunos casos severos”, recoge DICYT. Con el objetivo de superar esos efectos indeseados, se han iniciado diferentes líneas de investigación. El reto: mejorar la seguridad, eficacia y estabilidad de los tratamientos. Una de ellas es la que desarrolla el Laboratorio de Farmacología Tropical de la Universidad Técnica de Dinamarca. Allí buscan –anota DICYT- “una mezcla de anticuerpos monoclonales humanos, y no de otro mamífero, dirigidos exclusivamente contra los componentes del veneno que causan los efectos tóxicos. De este modo, el producto final sería totalmente compatible con nuestro sistema inmune”.
El proceso para lograr estos tratamientos es sin embargo bastante más intrincado de lo que podrían pensar Haast o Ludwin. Arranca con un estudio que separa cada componente del veneno para analizar su toxicidad y localizar los más interesantes. A continuación se trabaja con esa toxina en un proceso complejo que –gracias a la ingeniería genética- permite generar bacteriófagos, con las que se sigue trabajando. El camino que queda por recorrer es largo, aunque ya se han obtenido resultados interesantes. Los investigadores han conseguido por ejemplo desarrollar anticuerpos monoclonales humanos contra toxinas de la peligrosa mamba negra y la cobra monocelada.