Frente a la fachada del Szent Rókus Hospital de Budapest se alza una gran escultura con la inscripción “Semmelweis”. A los pies del pedestal, entre ángeles, una madre de piedra da el pecho al bebé que sostiene en brazos. La mujer mira hacia lo alto de la peana, donde posa un hombre con barba, gabán, varios cuadernos bajo el brazo y una mirada serena acentuada por las sombras del mármol. Un busto con los mismos ojos se encuentran los pacientes que acuden a la clínica de mujeres de Währing (Viena). Allí la escultura luce otra leyenda: “Ignaz Semmelweis, el salvador de las madres”.
Hace poco más de un siglo y medio ese hombre que ahora inspira estatuas, ocupa un lugar de honor en los hospitales e incluso bautiza una clínica en Viena y la Semmelweis University de Budapest, se dedicó a empapelar su ciudad con pasquines en los que pedía a las mujeres que no recurrieran a los médicos para dar a luz. También publicó incendiarias cartas en las que tachaba a los profesores de obstetricia de “asesinos”. ”Contra ellos me levanto como resuelto adversario”, llegó a escribir sobre muchos de los galenos de su época.
En julio se cumplirán 200 años del nacimiento de Ignaz Philipp Semmelweis en Buda (Hungría), médico pionero de la antisepsia que desarrollaría más tarde en la cirugía Joseph Lister. Mientras sus colegas del Hospital General de Viena contemplaban impasibles cómo morían a cientos las mujeres tras el parto debido a la fiebre puerperal, Semmelweis decidió buscar explicaciones… y soluciones.
La extraña fiebre que mataba a las madres
Hacia mediados del siglo XIX, -anota Charles Volcy en un artículo recogido por Iatreia- en la maternidad vienesa fallecían más del 13% de las mujeres que daban a luz, lo que se traduce en cerca de 700 muertes al año. Poco antes de incorporarse a la clínica, en julio de 1846, el propio Semmelweis reconocía perplejo que en un solo mes habían perdido la vida por esa causa 36 de 208 madres.
No era un problema exclusivo del hospital de la capital austriaca. La fiebre puerperal había dejado epidemias en Leipzig, Copenhague o Frankfort entre los siglos XVII y XVIII. En algunos casos con terribles tasas de mortalidad del 90%. Según los datos recogidos por Volcy, en 1746 y 1774 el Hospital Hotel-Dieu de París sufrió una crisis similar, con el 58% de las parturientas afectadas. Por esa misma época la fiebre golpeó a las madres del Hospital Westminster, en Londres, donde la mortandad escaló al 68%.
Las afectadas sufrían escalofríos, cefalalgia, se le enrojecían los ojos… En cuestión de días convulsionaban, deliraban y fallecían. En un intento por explicarlo, los médicos lo achacaban al frío, la humedad, el hacinamiento en las salas de maternidad, la dieta, la ansiedad de las parturientas… Incluso a la Providencia. Faltaban años aún para que Louis Pasteur expusiera su teoría sobre las enfermedades infecciosas mediante microbios y recomendase a los doctores hervir su instrumental. En 1807 la Sociedad de Medicina de Marsella quiso condecorar con su medalla de oro al investigador que aclarase la naturaleza de la fiebre puerperal. Casi una veintena de médicos aceptaron el reto, pero el premio se quedó sin entregar.
La también conocida como “fiebre de las parturientas” adoptó dimensiones especialmente graves en el Hospital General de Viena. Lo curioso es que, aunque el centro se inauguró en 1784, el problema solo fue tal a partir de 1822. ¿Qué ocurrió ese año? Que el doctor Johann Klein sucedió a Johann Lucas Böer al frente de la institución. Casi 40 años más joven que su predecesor, Klein quiso modernizar algunas costumbres. Entre ellas decidió que los estudiantes de obstetricia dejarían de aprender anatomía femenina con maniquíes y pasarían a hacerlo mediante la disección y el estudio de cadáveres. También reorganizó el hospital en dos pabellones. En uno se formarían los médicos. En el otro, las comadronas.
Cambios en apariencia inofensivos, que no tardaron sin embargo en venir acompañados de consecuencias nefastas. Durante la gestión de Boër la tasa de mortalidad por fiebre puerperal era de solo el 1,25%. Tras la llegada de Klein el porcentaje se disparó al 5,3%. Y cuando el nuevo director del centro acordó crear las dos salas, la que usaban los futuros médicos repuntó su porcentaje de fallecidas al 9,02%, casi el triple que en el pabellón de las parteras. La situación llegó a ser tan evidente que las propias mujeres de Viena preferían dar a luz en la calle o alargar lo máximo posible sus partos… Lo que fuera para no tener que caer en el turno que asumían los estudiantes de la primera sala. Hacían lo imposible por entrar en el pabellón dos.
Los médicos no eran capaces de desentrañar aquel misterio. Durante un tiempo se especuló incluso con los efectos que los pabellones tenían sobre el ánimo de las parturientas: mientras en el primero el sacerdote tenía que recorrer el pasillo que comunicaba las diferentes habitaciones para llegar a la capilla, acompañado por el fúnebre tintineo de una campanilla; en el segundo, podía acceder directamente. Los confundidos doctores insistían en el efecto que ese presagio de muerte tendría sobre las mujeres que acababan de dar a luz.
Un lavado de manos salva vidas
En ese contexto llegó Semmelweis al Hospital General de Viena. Estudiante de leyes que viró su carrera profesional hacia la Medicina tras presenciar una autopsia, Ignaz obtuvo su titulación de galeno en 1844 y su especialización en Obstetricia en 1846. Ese mismo año empezó a trabajar en el centro. “Me asusté cuando escuché el porcentaje de pacientes fallecidas”, escribió por aquella época el doctor, de solo 26 años: “¿Por qué tantas mujeres mueren de esta fiebre después de haber dado a luz sin problemas?” El joven médico fue incapaz de cerrar los ojos ante aquella situación y decidió plantarle cara: “Todo lo que aquí se hace me parece muy inútil. Se continúa operando sin tratar de saber por qué tal enfermo sucumbe antes que otros”.
Su gran mérito fue empezar a hacer anotaciones y recopilar datos estadísticos de ambas salas, aplicando las lecciones que había aprendido de su maestro Josef Skoda. ¿Qué observó? Lo evidente. Y lo no tan evidente. Que la mortalidad era mucho mayor en la sala de estudiantes de Medicina que en la de matronas. Que muchas mujeres contraían la fiebre antes de dar a luz. Que la infección siempre surgía en el útero. Incluso que las madres que alumbraban en la calle padecían la dolencia con menos frecuencia. Y lo más importante: que los alumnos que examinaban a las pacientes acudían de sus prácticas de anatomía con cadáveres sin haberse lavado antes las manos. En esas condiciones exploraban a las mujeres. Las matronas que trabajaban en la segunda sala sin embargo no realizaban estudios forenses.
A Semmelweis se le ocurrió entonces que quizás aquellos estudiantes transportaban en sus dedos “materia putrefacta” que trasladaban de la morgue a las futuras madres. Su teoría no gustó nada a Klein, influyente galeno que veía en la propuesta de su subordinado un ataque intolerable al gremio. Al fin y al cabo daba a entender que los médicos eran los culpables de cientos de muertes. Para Klein tenía más sentido que aquellas diferencias entre las dos salas del hospital las ocasionara la brusquedad con la que los estudiantes de Medicina hacían los exámenes vaginales. Tras una encendida discusión, en octubre de 1846 destituyó al húngaro, quien se trasladó a Venecia.
A su regreso a Viena, en 1847, Semmelweis se enteró de que el profesor Jakob Kolletschka –su viejo maestro y amigo- había muerto tras sufrir un corte accidental con un escalpelo durante una autopsia. Cuando se interesó por el caso descubrió que los síntomas que había padecido Kolletschka eran los mismos que sufrían las mujeres de la primera sala del hospital. Allí estaba la evidencia que necesitaba su espíritu metódico. “Su sepsia y la fiebre puerperal deben tener el mismo origen. Los dedos y manos de los estudiantes y doctores, sucios por las disecciones recientes, portan venenos mortales de los cadáveres a los órganos genitales de las parturientas”, anotó. Gracias a la ayuda de Skoda, el galeno de Buda consiguió regresar al hospital vienés, donde empezó a corroborar sus hipótesis.
Decidido a reducir la terrible sangría de vidas que ocasionaba la fiebre puerperal entre las madres, Semmelweis preparó una solución de cloruro y ordenó a los estudiantes que se lavasen las manos con ella. La mortalidad cayó entonces de forma drástica. Cuando comprendió que las infecciones también se podían trasladar tras examinar a pacientes vivas reforzó las medidas de higiene y el número de fallecidas se desplomó aún más. A pesar de la eficacia y sencillez de sus “recetas”, la mayoría de sus colegas –con honrosas excepciones, como Hébra, Skoda o Rokitansky- y los propios alumnos las rechazaron. En 1849, herido en su orgullo, Semmelweis pierde de nuevo su empleo en Viena.
Se cuenta que, poco después, un profesor al tanto de las teorías de Semmelweis decidió ignorarlas mientras asistía al parto de su propia prima. La pobre mujer contrajo la fiebre y falleció. Roto de dolor, el médico se quitó la vida. “De todos los tocólogos que conozco es el primero y único del que puedo decir que tuvo demasiada conciencia profesional”, se lamentaría más tarde el húngaro.
El trágico final de Semmelweis
El destino de Semmelweis no fue mucho mejor. Tras ejercer como médico privado en Hungría y en la Universidad de Pest y publicar hacia 1861 una obra en la que exponía sus teorías, se sumió en la depresión. Durante esos años redactó también pasquines incendiarios en los que carga contra los galenos que lo ignoraban. “Padre de familia, ¿sabes qué significa llamar a la cabecera de la cama de tu mujer parturienta a un médico o a una comadrona?” –arengaba en uno de sus escritos- “De forma voluntaria la haces correr riesgos mortales”. Su salud se deterioraba cada día y terminó interno en un manicomio.
Denostado, señalado por la mayoría de sus colegas como un loco y enfermo, Semmelweis falleció en agosto de 1865, con 47 años. Como reza en la estatua que lo homenajea en Viena, hoy se le conoce como “el salvador de madres”. Sobre su muerte circulan varias teorías. La más extendida es que en un arranque de locura se cortó a sí mismo con un escalpelo contaminado, en plena aula y delante de sus alumnos. La herida le habría producido la temida fiebre contra la que combatió durante toda su carrera. Otra sostiene que esa lesión fue accidental. Mucho menos épica, una versión asegura que murió dos semanas después de ingresar en el psiquiátrico a consecuencia de los atroces golpes que le asestaron los enfermeros que intentaban someterlo. “Eso sin embargo” —apostilla Marcelo Miranda— “no se apoya en los hallazgos de la necropsia realizada y que fueron revelados en 1947”. Lo que sí se acepta de forma general es que su salud estaba muy deteriorada hacia el final de sus días. A la depresión que padecía pudo haberse sumado alguna dolencia, como alzhéimer o neurosífilis.
A pesar de que Semmelweis fue víctima innegable de la incomprensión de su época, hay autores que reconocen que no le ayudó en nada su temperamento volcánico. Tampoco sus reparos en usar el microscopio o realizar experimentos en el laboratorio para apuntalar sus teorías. No se sentía muy cómodo hablando alemán y era reacio a plasmar sus teorías por escrito. Quizás por eso tardó tanto en publicar el libro en el que detalla sus propuestas. Que tomase partido por la corriente separatista húngara terminó por situarlo en una situación complicada. Especialmente ante Klein, hombre de carácter intempestivo.
Como recuerdan J.A. Acevedo, Antonio García-Carmona y María del Mar Aragón en un artículo publicado en Eureka, Semmelewis fue un pionero y un luchador sin parangón, pero no el primero en relacionar las dolencias causadas por el médico y los partos. “En 1842, Thomas Watson recomendaba lavarse las manos con una solución de cloro, así como que ginecólogos y comadronas se cambiaran la ropa para evitar convertirse en un vehículo de contagio”, anotan. Lister sería el encargado de impulsar la asepsia en la cirugía médica mientras precursores como Joseph Clarke, John Burton, William Buchan, Robert Collins, Alexander Gordon u Oliver W. Holmes apuntaban la urgencia de extremar la higiene… En definitiva, la importancia de usar agua y jabón.