Para Ridley Scott, la premisa sobre un alien escondido en una nave y a punto de atacar, no era nueva. La había imaginado la mayor parte de su vida e incluso, la exploró en papel, antes de llevarla a la pantalla grande. Tampoco le interesaba demasiado. En realidad, lo que sí le atraía, era la posibilidad de crear una película de terror en un escenario por completo nuevo. 

Alien — El octavo pasajero (1979), que estaba destinada a ser un clásico, comenzó como una profunda discusión acerca del futuro. De modo que el director y el guionista Dan O’Bannon, usaron las referencias que tenían a mano. De The Thing from Another World (1951), Forbidden Planet (1956) hasta clásicos de segunda como Terror en el espacio (1965). La idea era asumir el miedo de lo desconocido a partir de un rostro nuevo. 

Pero más allá de eso, para el realizador británico, lo realmente importante es que su historia, fuera más profunda que solo una colección de efectos prácticos atractivos. Deseaba que la criatura xenoforma que atacaba a un grupo de desprevenidos tripulantes, fuera un “thriller fascinante y sin pretenciones”, como explicó a Los Angeles Times. A la vez, una producción que pudiera utilizar de forma novedosa los tropos del cine de terror. 

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El terror tiene nuevo rostro

A la distancia de 45 años de su estreno, es difícil imaginar el cine de género sin las contribuciones que este gran experimento de Scott, brindó a la industria. La forma en que el británico imaginó un cuento gótico futurista, todavía sorprende por su atrevimiento. Pero mucho más, por su capacidad de brindar a la escena cinematográfica, todo tipo de matices. De un monstruo salvaje, de aspecto fálico y diseñado para ser virtualmente invencible, a una heroína femenina que marcó historia. 

Lo cierto es que Alien — El octavo pasajero, es una combinación de buenas ideas, la capacidad para aprovechar el aspecto visual como una cápsula de puro miedo y una historia tensa. El resultado es la epopeya por supervivencia destinada al fracaso. Mucho más, en una distopía pesimista, en que las naves y los viajes espaciales se han industrializado y convertido en parte de un fenómeno pesaroso de control. 

Ambientada en el mismo universo de los sucesos de Blade Runner — como aclararía más adelante Scott — la película no está interesada en enviar mensajes morales o crear héroes atípicos. El relato de una exploración fallida que termina en una carnicería a bordo del U.S.C.S.S. Nostromo, cautiva por su precisa sencillez. A pesar de tener varias capas — desde los dilemas corporativos a la bioética — la trama está concentrada en lo que ocurre, cuando una criatura sin nombre, es llevada a bordo.

Un novedoso tipo de terror

Por lo que comienza como una serie de malas decisiones, termina por ser una persecución y matanza que no tiene nada que envidiar a cualquier historia terrorífica. Sin embargo, además del body horror y las reminiscencias al por entonces recién nacido slasher, lo interesante de Alien — El octavo pasajero, es su intención de aterrorizar. Para Scott, el punto central de la trama, no son las preguntas éticas, las reminiscencias a dobles lecturas freudianas o el miedo convertido en escenario. En realidad, era crear un enemigo implacable, destinado a perseverar y vencer, a pesar de cualquier intento de la tripulación

Y para eso, creó un mundo aparte. Uno que se alejaba del idealismo de Star Wars o de la mirada aventurera de Star Trek. Al contrario, el universo de la saga Alien, se define por su cuestión utilitaria. Las naves están hechas para ser usadas, y más de una vez, por equipos técnicos que no tienen relación alguna con tripulaciones brillantes o épicas. De hecho, el pequeño grupo de seis miembros del equipo, parecen más cansados que inspirados. Con un trabajo hostil que los lleva a estar más cerca de un obrero que de un astronauta. 

Más interesante aún resulta que el mismo alien, no es una compleja criatura, con pensamientos filosóficos o algún tipo de razonamiento más allá de matar. El alienígena tiene un proceso vital que incluye inocular sus huevos a través de una probóscide, en una especie de agresión física tan cercana a lo sexual como para resultar incómoda. Mucho más, el nacimiento de la criatura, que atraviesa y destroza al huésped, convierte a la criatura en una bestia imparable, sofisticada e inaudita. Sin ojos y un cráneo alargado de aspecto fálico, sobran lecturas acerca de su simbología abyecta. Pero, en realidad, el punto más terrorífico, es su capacidad de destrucción a toda prueba. 

Un monstruo que hizo historia

Por supuesto, el diseño del xenoformo, fue uno de los elementos más asombrosos para la época. Creado por H. R. Giger — que, además, se unió al artista Ron Cobb para planificar los sets — era un tipo de monstruo pocas veces visto en el cine. Giger, que se había hecho famoso por su obra relacionada con el biopunk y el ciberpunk incluso antes de participar en la película, imagino para su ente una estructura ósea esquelética. Pero en general, era un ser que no se atenía al usual diseño antropomórfico. 

Que el monstruo en cuestión tuviera su propio ciclo reproductivo, de alimentación y de matanza, resultaba escalofriante. Pero mucho más aún, el apéndice craneal, que no tenía ningún tipo de indicio acerca de una cavidad ocular o algo por el estilo. Para Giger, la idea de un monstruo que nadie pudiera entender, era esencial. Lo que separaba a la entidad de cualquier otro diseñado hasta entonces. 

Scott aprovechó la idea general del xenomorfo y la incorporó a la apariencia de la nave y toda la tecnología que se mostraba en la película. Por lo que la atmósfera era aprensiva, claustrofóbica y alargada. Muy lejos de las naves elegantes, de espacios radiantes llenas de la tecnología que se suponía debía haber, el Nostromo era poco menos que un vehículo de segunda mano. Eso, lleno de recovecos y puntos tenebrosos. El lugar ideal para la caza de una criatura furtiva.

Un ícono llamado Ellen Ripley

Sin embargo, uno de los puntos más innovadores de la óptica de Scott, fue adecuar los códigos del slasher a su nave condenada al desastre. Lo que incluía una final girl, que sobrevivía en medio de un esfuerzo titánico y de las peores condiciones. Sigourney Weaver encarnó a Ellen Ripley una mujer inédita en el cine de ciencia ficción. 

Quizás, la referencia más cercana es la combativa y decidida Leia de Carrie Fisher. Pero Scott, que sabía del antecedente, imaginó un personaje que llevara sobre sus hombros el peso de la supervivencia. No por deber, obligación o esperanza, sino en una desesperada búsqueda de vencer. Ripley, convertida en un hito en el cine de ciencia ficción, tiene la misma enfurecida necesidad de vivir que Laurie Strode de Halloween. Pero mientras John Carpenter hizo de su personaje una damisela en apuros que termina por vencer al monstruo, Ripley es una luchadora, integralmente capacitada para una eventualidad. Solo que cuando esta llega, la supera. 

Asexuada, con la plena responsabilidad de su cargo, un integrante valioso de su tripulación, Ripley no es una dama, una figura secundaria que debe ser rescatada. Es, de hecho, la líder en un momento caótico y la que al final, si no vencer, al menos, escapar de las fauces viscosas del xenomorfo. Y aunque su figura se explotó hasta la exageración en el resto de la saga, fue su primera aparición la que sorprendió y marcó la pauta de su personaje en adelante. 

Un clásico que envejece bien

Con cuarenta y cinco años a cuestas, Alien — El octavo pasajero es una pieza de colección y de historia cinematográfica. Tanto para los amantes del terror, como los de la ciencia ficción. Pero en especial, para los que encuentran en la distopía — y esta trama lo es, en toda su gloriosa belleza oscura y destartalada — una forma de entender el miedo. 

Con un nuevo capítulo a punto de estrenarse a cargo de Federico Álvarez, es evidente que la saga está más viva que nunca. Un buen momento para celebrar — y tomar en cuenta — la importancia de su película original a través del tiempo. 

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