Casi podríamos decir que a No mires arriba (Adam McKay, 2021), la sátira con meteorito incluido de Netflix, funciona en buena parte porque se parece en cierto modo a La casa Gucci (Ridley Scott, 2021): si la una cuenta entre sus actores con Lady Gaga, Adam Driver, Al Pacino, Jeremy Irons o Jared Leto, la otra tiene a Jennifer Lawrence, Leonardo DiCaprio, Meryl Streep, Cate Blanchett, Timothée Chalamet, Jonah Hill, Ron Perlman o Mark Rylance, que se dice pronto. Y, con semejantes repartazos, ambas ganan un montón para su causa fílmica.
Las posibilidades de las interpretaciones en el segundo largo se acentúan por la excentricidad y el surrealismo de su comedia; algo esperable con un director y guionista como el estadounidense Adam McKay. Pero lo que no podíamos suponer es que se decidiría por añadir un par de escenas poscréditos a la manera del Universo Cinematográfico de Marvel; y, por ese tono de No mires arriba que incluye hasta parodias del infausto Donald Trump, más del estilo de las de la irreverente Thor: Ragnarok (Taika Waititi, 2017) que de otras entregas más serias del mismo.
No era posible un final feliz para ‘No mires arriba’
Esta película de Netflix no podía tener un final feliz. Si no, habría traicionado su espíritu implacable, que se burla de la desoladora banalidad humana y de la arrolladora estupidez sociopolítica en la civilización actual; concretamente acotadas en Estados Unidos. Exagera, por supuesto, pero es necesario para que el humor y la crítica cumplan con su imprescindible y sagrado cometido. Así, pese a los esfuerzos del doctor Randall Mindy (Leonardo DiCaprio) y sus colegas Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence) y Teddy Oglethorpe (Rob Morgan), el apocalipsis ocurre en No mires arriba.
El gigantesco asteroide que ella había descubierto se acaba estampando contra nuestro planeta azul. Porque ni el equipo de la presidenta Janie Orlean (Meryl Streep), ni los comunicadores Brie Evantee (Cate Blanchett) y Jack Bremmer (Tyler Perry) ni el magnate tecnológico Peter Isherwell (Mark Rylance) se lo llegan a tomar verdaderamente en serio. A pesar de lo que el último construye una nave para que un selecto grupo de personas puedan salir por patas en busca de otro planeta habitable antes de que el pedrusco colosal se estrelle y les aniquile.
Por supuesto, mientras que los perseverantes pero abatidos Randall Mindy, Kate Dibiasky y Teddy Oglethorpe corren la misma suerte que la inmensa mayoría de la humanidad, pereciendo juntos con sus seres queridos, la nave dichosa despega. Y sus ocupantes pueden irse con sus ínfulas ridículas a otro lugar de la galaxia. Y todo esto se opone diametralmente a lo heroico de Armageddon, a lo dramático de Deep Impact (Michael Bay, Mimi Leder, 1998) y a lo solemne de ambas aproximaciones a la misma historia sobre el fin del mundo.
Ni tras el apocalipsis hay redención
En la primera escena poscréditos o intercréditos de No mires arriba, la nave consigue aterrizar en un planeta apto para vivir veintitantos mil años después de que el meteorito de Kate Dibiasky barra la superficie de la Tierra. Cuando descienden a la de su nuevo hogar, hay comentarios de que es una alegría que solo hayan muerto unas cuantas docenas de personas criogenizadas durante el largo viaje. Y, a los segundos, un monstruo alienígena asesina y devora a la Janie Orlean de Meryl Streep, y el Peter Isherwell de Mark Rylance dice que debe de ser un bronteroc, como había predicho su algoritmo futurista unas secuencias atrás.
Por otro lado, la escena final nos descubre que al menos ha habido un superviviente en el ahora inhóspito globo terráqueo. Se trata del Jason Orlean de Jonah Hill, hijo de la presidenta; al que esta última había abandonado allí por puro descuido, hilarantemente incompatible con el amor materno. El desagradable individuo sale de entre las ruinas de la Casa Blanca, llamando aún a su madre huida; y decide grabar un vídeo con su teléfono móvil y la absurda idea de enviarlo a una red que ya no existe.