Que dos renovadores de la ficción televisiva española como Álex Pina y Esther Martínez Lobato, responsables el uno de La casa de papel (desde 2017) y los dos, de El embarcadero (2019-2020), entre otras propuestas, nos trajesen esa gamberrada de fondo muy serio que es Sky Rojo (desde 2021) en Netflix, su serie más arriesgada hasta la fecha, no debería extrañarnos en absoluto.

La primera de lo que iba a constituir su único par de temporadas se estrenó el pasado mes de marzo pero, como su rodaje fue sucesivo, ahora resulta posible lanzar la segunda mucho antes de que termine el presente año. Tal vez como entretenimiento hasta que nos puedan brindar las dos tandas esperadísimas de cinco episodios con las que acaban las aventuras del Profesor (Álvaro Morte), Tokio (Úrsula Corberó) y el resto de sus compañeros atracadores con la ya icónica máscara de Salvador Dalí.

Pero tampoco hay que equivocarse. Sky Rojo tiene entidad propia y capacidad para generarnos interés por sí misma. Y su producción continuada ha permitido que no pierda su ritmo trepidante ni al comienzo ni para el completo desarrollo de su temporada final. Seguimos donde lo dejó el capítulo “Trampa de osos” (1x08), en dos frentes diferentes con situaciones delicadas para nuestras tres protagonistas, las valientes Coral (Verónica Sánchez), Wendy (Lali Espósito) y Gina (Yany Prado), y sus enemigos, Romeo (Asier Etxeandia), Moisés (Miguel Ángel Silvestre) y Christian (Enric Auquer).

‘Sky Rojo’, a pleno rendimiento

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Netflix

Álex Pina y Esther Martínez Lobato se empeñan en relatar con voz en off y en el montaje vertiginoso por pura coherencia narrativa; y se preocupan por recordarnos lo ocurrido de relevancia en los episodios anteriores. Aunque lo tenemos fresco en la memoria. Y no solo por tal cosa.

Innegable parece también que Sky Rojo continúa siendo una de las series más juguetonas de Netflix. La intensidad dramática, la elocuencia sorprendentemente sórdida y demencial y la baba malísima persisten desde “Las putas no besaban en la boca” (2x01), así como la cámara inquieta, los montajes paralelos, la insistente musicalización con canciones y los flashbacks ilustrativos de una vida tan sufrida y de una podredumbre moral tan evidente, con algunas afirmaciones falaces, que uno no alcanza a comprender cómo los pueden malinterpretar quienes no distinguen un culo de un buzón de correos y confunden la ética con la estética.

Los extravíos de ciertos concienciados y su calentura en el festival de la paranoia ideológica. Porque no caben vacilaciones con el hecho de que la brújula de Álex Pina y Esther Martínez Lobato señala hacia donde corresponde.

Varios capítulos se cierran con un cliffhanger y las heroicas prostitutas de Verónica Sánchez, Lali Espósito y Yany Prado en apuros o con incidentes de gravedad, para que los espectadores deseen zamparse uno tras otro. Hay algún detallito que homenajea a la película Réquiem por un sueño (Darren Aronofsky, 2000).

La necesidad de un final cercano

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La música se utiliza como contrapunto en algunas ocasiones, por otra parte; con la perspectiva habitual: lo risueño en los oídos y lo amenazador ante los ojos; y la selección de canciones a veces carece de buen gusto, pero lo que importa aquí es si cumple su función en cada secuencia, cuadrando con el ambiente sucio y degradante de Sky Rojo, cosa que siempre sucede.

En definitiva, esta temporada dos es otro claro y rotundo ejemplo de narración visívima al estilo sobradamente conocido del creador de La casa de papel, incluso con ciertas imágenes que nos la recuerdan, y su colaboradora más usual, acorde a una época televisiva en la que ya no vale el estatismo del pasado.

Pero también de la forma en que hay que construir personajes que no son monolíticos ni simples sino que tienen aristas contradictorias y ambigüedad. Así, propician giros razonables y satisfactorios, con algún exceso esporádico en medio de sus violentas discordias. Porque Sky Rojo no es una gran serie pero sí una obra digna que, no obstante, debiera ir pensando en concluir durante su tercera temporada; para no alargar el chicle sin una justificación que se funde en su propia historia. El respeto por ella, además del mimo palmario, es indispensable. Y por los espectadores de Netflix.