Una película de Netflix le ha dado la oportunidad de volver a la palestra a los neoyorkinos Shari Springer Berman y Robert Pulcini. Una nueva apuesta de supuesto terror fantasmal, que adapta un libro publicado por su compatriota Elizabeth Brundage en 2016: el largometraje La apariencia de las cosas (2021). Ambos cineastas llamaron la atención con su debut, American Splendor (2003), que fue la obra triunfadora del Festival de Sundance, reconocida en el de Cannes y nominada a los Oscar.

Pero de sus siguientes aportaciones, a pesar del elenco conocido, no se habló mucho; desde Diario de una niñera (2007) y The Extra Man (2010) hasta Casi perfecta (2012) y Diez mil santos (2015). Y no se inclina uno por asegurar que vayan a salir ahora del páramo incómodo de la irrelevancia.

Desde los primeros compases de La apariencia de las cosas, las imágenes ligeramente extrañas que Shari Springer Berman y Robert Pulcini nos ponen frente a los ojos, con una transición pictórica incluida, y en especial, la partitura inquietante y un tanto fantasiosa de Peter Raeburn (The Dry) para esta película de Netflix marcan el tono y el tipo de hechos temibles que aquí van a suceder.

Los primeros misterios no tardan, y alguno se oscurece de forma sutil hasta hacernos levantar una ceja. Gracias a ellos, su sobadísima premisa no se siente así, sino que ayuda a que resulte más llevadera. Sobre todo, cuando los elementos alarmantes de su trama no se limitan al ombligo sobrenatural de siempre, sino que la conducta paralela de los personajes añade también sustancia dramática al embrollo.

La comparsa fantasmal de ‘La apariencia de las cosas’

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Porque lo que de veras parece importar en la historia de la película de Netflix son las circunstancias personales que atraviesan sus dos protagonistas; juntos y por separado. Quizá por esta razón, La apariencia de las cosas no realiza ningún esfuerzo por plantear lo pretendidamente espeluznante de un modo distinto o con secuencias muy elaboradas.

Y nos lo arroja con una naturalidad bastante insolente; como si sus responsables pensaran que fuese algo trivial y, a estas alturas del género fantasmagórico en el cine, no mereciese la pena andarse con muchos jueguecitos a lo Poltergeist: Fenómenos extraños (Tobe Hooper, 1982), La señal (Gore Verbinski, 2002) o Expediente Warren: El caso Enfield (James Wan, 2016). Además, no es lo que más tiempo ocupa del metraje en absoluto.

No por nada alcanza La apariencia de las cosas mayor tensión o capacidad de intranquilizarnos que en escenas relacionadas con las tribulaciones de Catherine y George Claire, interpretados acertadamente por Amanda Seyfried (Los miserables) y James Norton (Black Mirror), y no demasiado o menos por los ingredientes espectrales.

El eco de otras películas, la ingenuidad y casi lo inane

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Netflix

El título de esta película de Netflix es la misma traducción que para el de la novela de Elizabeth Brundage y, por si hace falta subrayarlo, no se refiere solo ni en especial a estos últimos, lo que dota de competo sentido a las decisiones narrativas del filme. Por lo mismo, resulta inevitable acordarse de la hitchcockiana Lo que la verdad esconde (Robert Zemeckis, 2000) viendo La apariencia de las cosas, pues son de espíritu afín, valga el guiño.

Por fortuna, se desvía en el momento oportuno hacia el de 1922 (Zak Hilditch, 2017), pero ojalá Shari Springer Berman y Robert Pulcini hubiesen tenido la audacia de abrazar su esencia lúgubre a tope en vez de lanzarnos detallitos espirituales de tal ingenuidad visual que uno tuerce el gesto. Y los que coinciden con otros muy específicos de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) en la película de Netflix estomagan un poco.

Agradecemos la intención, el reparto competente con F. Murray Abraham (Amadeus), Karen Allen (En busca del arca perdida), Rhea Seehorn (Better Call Saul) o Natalia Dyer (Stranger Things) como secundarios, la coherencia de ese cierre pictórico y el último giro; pero el aparato audiovisual de La apariencia de las cosas no pasa de lo correcto y no hay casi intensidad ni un solo instante que nos aterrorice o nos estremezca. Una lástima.