En este año, en el que todos hemos descubierto de la peor manera la importancia que tiene la investigación científica en el área de la virología, el Premio Nobel de Medicina ha ido a parar ni más ni menos que a las manos de tres virólogos. Pero su trabajo no tiene nada que ver con el SARS-CoV-2, ni con ningún otro coronavirus, sino con un viejo conocido de la humanidad, que durante años acabó con la vida de millones de personas. Se trata del virus de la Hepatitis C.

Con la precisión de un mecanismo de relojería suizo, Harvey J. Alter, Michael Houghton y Charles M. Rice fueron trabajando en cadena hasta desentrañar un misterio que había traído de cabeza a la ciencia desde mucho tiempo atrás. Así lograron dar con ese asesino silencioso, que estaba causando la inflamación del hígado de un gran número de personas después de que recibieran transfusiones de sangre. La historia tuvo un final feliz para muchos pacientes, con un broche de oro colocado hoy con la entrega del galardón a aquellos tres científicos. Pero en realidad, es un relato antiguo, que empieza en el siglo XV, cuando se dice que el Papa Inocencio VIII se convirtió en la primera persona transfundida.

Historia de las transfusiones

En 1492, el Papa Inocencio VIII enfermó gravemente, hasta el punto de caer en coma. Los médicos no sabían cómo actuar; por lo que, según el cronista Stefano Infessura, decidieron probar un método experimental.

Parecía ser que el Santo Padre necesitaba sangre en su organismo, pero por aquel entonces no se conocía el sistema de circulación de este fluido. Por eso, su galeno judío decidió verter en la boca del enfermo la sangre de tres niños de diez años. Tanto los pequeños como el Papa murieron poco después. Ese sería el primer intento de transfusión de sangre de la historia, aunque a día de hoy hay quien piensa que esta no es más que una leyenda.

Lo que sí es cierto es que hubo que esperar más de un siglo para que se documentara firmemente un procedimiento de este tipo. Fue en 1667 y de nuevo terminó con la muerte del paciente, enfermo de sífilis. Hacía cuarenta años que el médico británico William Harvey había publicado sus estudios sobre la circulación de la sangre. Los sanadores de este periodo ya comprendían el mecanismo por el que debía realizarse una transfusión. Pero cometieron el error de recurrir como donante a un cordero.

Más tarde, durante la primera mitad del siglo XX, la ciencia había avanzado mucho más. Ya se sabía que la transferencia de sangre debía ser de humano a humano y que, además, no valía cualquiera, pues había diferentes grupos sanguíneos que podían “interaccionar” peligrosamente entre sí. Fueron desarrollándose bajo esta premisa procedimientos que permitían establecer qué sangre era válida para cada paciente y, además, conservarla durante largos periodos de tiempo. Nacieron así los bancos de sangre y, con ellos, se salvaron muchas vidas. Pero también surgió una enfermedad misteriosa.

De las transfusiones al hallazgo del virus de la Hepatitis C

Durante los años 40 del siglo XX, en pleno auge del inicio de los bancos de sangre, se descubrió que muchas personas experimentaban una grave inflamación del hígado después de recibir una transfusión.

A este síntoma, conocido como hepatitis, se le conocía con anterioridad, pero con otros orígenes, como el alcoholismo o el consumo de aguas contaminadas. No se conocían casos en los que se contrajera a través de la sangre, pero estos eran cada vez más frecuentes.

Uno de los primeros científicos en estudiarlo fue el médico estadounidense Baruch Blumberg, cuya investigación dio con un virus hasta entonces desconocido, al que bautizó como virus de la Hepatitis B.

Tras su descubrimiento se diseñaron mecanismos que permitían detectar este patógeno en las muestras de sangre, de modo que se desecharan aquellas que lo contuvieran. Esto disminuyó notablemente los casos de hepatitis en receptores de sangre, pero no consiguió que desaparecieran.

De hecho, se daba todavía en una cantidad nada desdeñable de pacientes. Debía haber algo más. Por eso, en los años 70, mientras que Blumberg recibía el Premio Nobel de Medicina por su hallazgo, otro científico, Harvey J. Alter, de los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos, seguía tras la pista de esas misteriosas infecciones. Él y su equipo descubrieron que se trataba de un virus, pero no era el causante de la Hepatitis B, ni el de la Hepatitis A, que ya se encontraba también bien definido. Era otro. ¿Se podía hablar entonces de un virus de la Hepatitis C?

donación de sangre
Tubos de ensayo con muestras de sangre centrifugada del Centro de Transfusión de la Comunidad de Madrid. Imagen: Ángela Bernardo

Sigue la cadena de acontecimientos

Fueron muchos los científicos que intentaron dar respuesta a esta pregunta, pero solo un equipo el que lo logró.

Se trató del grupo de investigación de Michael Houghton, quien por entonces trabajaba para la empresa farmacéutica Chiron. A partir de la sangre de un chimpancé infectado, logró aislar el virus y obtener fragmentos de ADN que permitieron secuenciar su material genético. Así, pudieron comprobar que los pacientes con inflamación crónica del hígado después de una transfusión tenían en su sangre anticuerpos contra ese nuevo patógeno. Disponían ya del “libro de instrucciones” de ese virus de la Hepatitis C, que estaba matando a tantas personas.

El culpable ya tenía al dedo acusador de la ciencia sobre él, pero aún faltaba un punto clave. ¿Podría ese virus causar hepatitis por sí solo o necesitaría otros factores? Aquí entró en juego el tercer Premio Nobel de Medicina de 2020, Charles M. Rice. Desde la Universidad de Washington, él y su equipo se encargaron de analizar esa secuencia que Houghton había logrado desentrañar. De este modo, encontraron una región que parecía estar vinculada a la replicación del virus dentro de las células de sus hospedadores.

Además, hallaron algunas variaciones genéticas, aparentemente relacionadas con dificultades en esa misma replicación. Llegados a este punto, y con ayuda de la ingeniería genética, diseñaron una variante del material genético viral que incluía ese nuevo fragmento, pero no los que podían interferir en la replicación. Al inyectarlo en chimpancés sanos, poco después ya tenían virus en su sangre y, además, sus hígados comenzaban a inflamarse. La última pieza del rompecabezas estaba colocada. El virus de la Hepatitis C podía por sí mismo causar la enfermedad.

Gracias a estos tres hallazgos a día de hoy los bancos de sangre están limpios de cualquier tipo de virus de la hepatitis conocido. Los receptores de transfusiones ya no contraen esta enfermedad y, además, existen tratamientos que ayudan a millones de pacientes a curarse. Aquel enemigo misterioso está contra las cuerdas, quizás preparado para desaparecer. Sin duda, aquel tándem de hallazgos en cadena merece el Premio Nobel. Sobre todo este año, pues lo que ellos hicieron nos recuerda algo que hemos escuchado muchas veces a lo largo de 2020: para vencer al enemigo primero hay que conocerlo. Por eso es tan importante todo lo que los científicos están descubriendo en tiempo récord sobre el coronavirus. No sería extraño que el nombre de algunos de ellos resuene dentro de unos años en el instituto Karolinska.

Crédito de la imagen de portada: Scientific Animations/Wikimedia Commons

Recibe cada mañana nuestra newsletter. Una guía para entender lo que importa en relación con la tecnología, la ciencia y la cultura digital.

Procesando...
¡Listo! Ya estás suscrito

También en Hipertextual: