Para los que vimos La maldición de las brujas (Nicolas Roeg, 1990) en nuestra infancia y no la tenemos en ningún altar fílmico porque nos resulta bastante grotesca, con perdón de Jim Henson, no hemos leído la novela juvenil homónima (1983) del escritor británico Roald Dahl en la que se basa y, aunque sí nos la hubiésemos embaulado, nos importa un pimiento morrón la fidelidad de las adaptaciones porque no es un valor artístico, no nos supone ningún problema analizar Las brujas (de Roald Dahl), la nueva adaptación que ha realizado Robert Zemeckis este 2020, sin demasiados prejuicios por nuestra parte.
El cineasta se decide por una buena idea para el planteamiento visual del incidente desencadenante, con un estupendo plano rotatorio cuyo inicio nos desconcierta y hasta nos maravilla porque uno de los elementos que contemplamos parece haber salido de otro mundo antes de que la cámara empiece a girar. Y Zemeckis ha elegido contarnos algo tan terrible de un modo muy elegante. Pero, pese a que se esfuerza por hallar el tono adecuado de ligero terror o inquietud juveniles para Las brujas, con instantes de rápido montaje tempestuoso y detallitos de imaginación infantil, no lo logra por completo.
Aun así, mediado el metraje, la peli se encarrila y se transforma en una entretenida aventura para la que es del todo imprescindible el soporte de la eficaz banda sonora compuesta por Alan Silvestri (Identidad), que ya ha colaborado con Robert Zemeckis en la friolera de veintidós ocasiones desde Tras el corazón verde (1984). Pero, si el filme de Roeg era artesanal y generalmente excesivo, Las brujas se revela de una pulcritud digitalizada bastante insulsa y mucho más infantil e inofensiva; y se mantiene en un precario equilibrio de enganche pobre y escaso desarrollo durante la mayor parte de su narración.
A Zemeckis se le notan los años de experiencia en el oficio por la composición ajustada de cada nuevo proyecto que afronta, pero ha pasado más de una década desde que nos brindó una película interesante, porque Beowulf (2007) fue la última, y un par desde una suya de veras sobresaliente, pues a ninguna otra tras la hitchcockiana Lo que la verdad esconde (2000) se la puede considerar de tal modo. Le ocurre lo mismo que a su colega Tim Burton después de su gran muestra de talento cinematográfico en Big Fish (2003). No así a Steven Spielberg, que nos hizo disfrutar mucho con Ready Player One (2017).
Las brujas ni se acerca algo tan emocionante como la trilogía de Regreso al futuro (1985-1990), el humor y la malísima baba de La muerte os sienta tan bien (1992) no los oleríamos en este filme ni aunque contásemos con el olfato brujeril para los chavales próximos, si bien cuadraría a la perfección un tono semejante con el guion preciso, y falla en su emotividad, lejos de los ganchos de Forrest Gump (1994), la chispita de Contact (1997) o las consecuencias del aislamiento en Náufrago (2000). Y una pequeña inverosimilitud sobre la boca llena del personaje de Bruno Jenkins (Codie-Lei Eastick) tampoco la favorece.
Lo que tal vez sí la favorezca sea la voz en off narrativa, concordante con su estructura de comienzo in extremis y el salto de un gran flashback, por su aroma a la literatura de origen. Y el saber hacer de Octavia Spencer (Criadas y señoras) como la abuela o Anne Hathaway (Brokeback Mountain), que nos ofrece una Gran Bruja al borde de la sobreactuación pero con mucho más estudio y matices que la de Angelica Huston en la traslación de Nicolas Roeg a la pantalla grande. Stanley Tucci (El caso Slevin), sin embargo, no sabemos qué pinta acá como ese cualquiera del señor Stringer, y los niños de Jahzir Bruno (The Oath) y Codie-Lei Eastick (Holmes and Watson), ni fu ni fa.
Y, si uno asumía lo débil del conjunto fílmico y las pinceladas de destreza en su edificio tambaleante aquí y allá, se acaba desmoronando con esa ridiculez de epílogo, propio de algún subproducto Disney y cosa del guion redactado por Kenya Barris (Black-ish), Guillermo del Toro (El hobbit: Un viaje inesperado) y el mismo director, lo que convierte a Las brujas en la peor película de Robert Zemeckis en cuarenta años. Porque únicamente el mal gusto de ese despropósito titulado Used Cars (1980), conocido como Frenos rotos, coches locos en España —tócate los pies— y Carros usados en México, supera el sinsabor de este derrumbe. Igual de triste que constatar que un trabajador del séptimo arte tan apreciado anda más perdido que un daltónico con un cubo de Rubik.