La primera ocasión en la que Carles Torras pudo saltar desde el trampolín de los cineastas aspirantes al largo fue con Jóvenes (2004), una obra realista pero minúscula e insuficiente que codirigió con Ramon Térmens (Catalunya über alles!). La misma esencia de la siguiente que realizó, Trash (2009), pero no episódica y con un clímax de conjunción bastante decente. También la del sobrio drama social Open 24h (2011), en un impasible blanco y negro que, en última instancia, se convierte en otra cosa. Aquella que Callback (2016), un thriller psicológico a lo Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), explora de otra manera.

Este digno currículum le ha permitido lograr que Netflix confíe en su nuevo empeño cinematográfico, El practicante (2020), que sigue la línea tremenda del anterior y en él cristalizan los intereses fundamentales que ha demostrado en sus otros cuatro filmes: el estallido psíquico, los celos y el horizonte oscuro de la celopatía y la violencia contra las mujeres. Porque tanto en Jóvenes como en Trash y Callback, el más conseguido hasta el día de hoy de sus trabajos tras las cámaras, abordan esta clase de violencia y los celos, y en esta última y Open 24h contemplamos el susodicho estallido.

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El comienzo de El practicante marca el tono de la película de inmediato, como un tiro a quemarropa, con el mismo plano inicial, que causa una inquietud pesadillesca y, en lo que dura su parsimonioso movimiento de cámara, el espectador tiene oportunidad de sobra para hacerse mil preguntas sobre lo que sucede. Pero se las despejan muy pronto y, recordándolo mientras desfilan los créditos finales, casi nos lo podemos tomar como una metáfora terrible de lo que acabamos de ver, la de la situación angustiosa en la que los dos protagonistas se encuentran atrapados por la deriva malsana de uno de ellos.

El guion de David Desola (El Hoyo), Hèctor Hernández Vicens (Kubala, Moreno y Manchón) y el propio Carles Torras va proporcionándonos pistas sobre la retorcida personalidad de Ángel (Mario Casas), como migajas en un bosque y de la misma forma en que el director y Martín Bacigalupo (The Hunt with John Walsh) nos las suministraron durante Callback para poder conocer a Larry, en cuya trastornada piel se metió el segundo. Y sobre el meollo del conflicto dramático, que no se construye precisamente a patadas, como debe ser. Pero hay que decir que, por ir al grano de la nueva tesitura tras el incidente desencadenante, nos roban el debido proceso para asimilarlo bien.

Tal vez piensen que volver a contar las consecuencias emocionales de lo que ocurre en el mismo y su desarrollo, como ya han hecho otras tantas películas, es innecesario y optan por no repetirlo. Pero el público no va a interiorizarlas si se las hurtan y pretenden resumirlas en una breve escena de emotividad, de por sí desconcertante debido al salto que se produce desde el incidente hasta ella. Además, hubiésemos preferido observar una elocuencia mayor en el planteamiento de El practicante, y su burda escasez contrasta con el derroche perspicaz del que disfrutamos tan obviamente en El Hoyo.

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Por otro lado, Carles Torras tiende a la concisión y, por ello, casi ninguno de sus anteriores filmes sobrepasa la hora y media. Pero a El practicante le urgía respirar y sostener las situaciones para que prosiguieran con absoluta verosimilitud, sin brusquedades, procurando darnos los detalles suficientes como para que las motivaciones y la conducta de los personajes y los giros no nos chirríen. Y eso que de la planificación visual no podemos quejarnos; y la banda sonora minimalista, insistente y de creatividad limitada del habitual Santos Martínez cumple, sin embargo, su función de apuntalar el clima sombrío a la perfección aunque nadie la recuerde.

El prodigado Mario Casas (Contratiempo) se esfuerza en la credibilidad de Ángel, su primer villano sin envés en tres lustros y veintidós largos de trayectoria en el cine; como Guillermo Pfening (El patrón: Radiografía de un crimen) a Ricardo o María Rodríguez Soto (Los días que vendrán) a su Sandra. El papel del veterano Celso Bugallo (Mar adentro) como Vicente nos trae a la memoria el de ciertos roles de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) o Misery (Rob Reiner, 1990). Y el antes mentado Martín Bacigalupo, actor chileno para más señas, se asoma un momentito en los zapatos de Pedro García, el de la EGB.

Pero sabemos que otro de los principales problemas de la película es que Vane, a la que encarna una sosa Déborah François (El niño), no está muy definida y, por añadidura, ninguno de los apuntes de su carácter cuadra con su comportamiento durante la última escena, en la que Carles Torras pretende terminar con una mala baba cercana al espíritu de La muerte os sienta tan bien (Robert Zemeckis, 1992), aunque serio y desangelado y, por la incoherencia de su evasivo personaje, carente de sentido. Lo que casi supone la puntilla definitiva para El practicante y su monstruo febril de los celos que no cuaja del todo.

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