Luchar contra un personaje de videojuegos como el fontanero italiano Mario, el antiguo Jumpman del arcade Donkey Kong (Shigeru Miyamoto, 1981), no es nada fácil. Bien lo saben Bowser y los hermanos Koopa, las viles tortugas antropomórficas que ponen en peligro el Reino Champiñón y su galaxia muy a menudo, o la compañía que fue la mayor rival de Nintendo por unos cuantos años: Sega. Para enfrentarse a dicho héroe de las videoconsolas, tenían la ventaja imprescindible de su máquina superior de 16 bits, la Mega Drive o Génesis, pero les hacía mucha falta un protagonista carismático para un juego exitoso.

De esta manera, el veloz erizo que da nombre a la aventura de plataformas Sonic, the Hedgehog (Hirokazu Yasuhara, 1991) llegó a nuestras vidas, y tuvo oportunidad de sobresalir brevemente frente a las propuestas de la Super Nintendo. Lo peculiar es que el Sonic Team desarrolló el propio entorno del videojuego y su dinámica antes que los personajes animados que lo poblarían, su ágil estrella azul inclusive. Es lo que nos cuenta el episodio “This Is War” (1x04) de la serie High Score: El mundo de los videojuegos (France Costrel, desde 2020).

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“Nuestro objetivo era el público estadounidense”, dice el mismo jefe del proyecto, el japonés Hirozaku Yasukara. “Nos preguntamos qué era popular en Estados Unidos, y nos pareció que las montañas rusas podrían ser una atracción muy viable”. Qué ocurrencia. Y continúa así: “Nuestro programa ya podía renderizar bucles y giros. Decidimos aprovecharlo y hacer un juego con muchos bucles acrobáticos. Elaboramos una gran montaña rusa y luego la cortamos, y después fuimos añadiendo pequeñas sorpresas”. Que es exactamente lo que encontramos en Sonic, the Hedgehog y una de las razones por las que resulta tan divertido.