El Drácula interpretado por el actor Claes Bang no es una figura lóbrega, sufriente y martirizada por su pasado. En realidad es una criatura plena de poder, llena de energía intelectual y sexual, pero sobre todo es un personaje inclasificable. La enésima versión del vampiro más famoso de la literatura llega a la televisión desde una perspectiva tan fresca como atractiva: es un monstruo, pero también es un hombre brillante —y no, no hay que preocuparse de que lo haga como el olvidable Edward Cullen— que tiene en mente un gran plan. Desde esta noción de la ambición, la narración a base de flashbacks de Steven Moffat y Mark Gatiss es un nuevo rostro para el mal en estado puro, pero también una búsqueda exhaustiva de la raíz de lo que consideramos monstruoso.

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Por supuesto, también es una obra clásica gótica y como tal abunda la sangre, la oscuridad y la elegancia misteriosa de los castillos y grandes habitaciones en penumbras, pero lo realmente original de este Drácula para esta década del milenio es sin duda su cualidad cínica, violenta, bestial y al borde de lo que podríamos suponer incluso desconcertante. Este Drácula es amante de los juegos de palabra, del humor retorcido y también es una bestia violenta, un hombre con una visión política a largo plazo y una criatura inmortal planeando el futuro. Todo bajo el empaque de un caballero impecable que siempre sonríe después de matar.

Sin duda, a una buena cantidad de fans del género de vampiros y del cine gótico en general, le puede resultar por completo incómodo un Conde Drácula tan consciente de su atractivo, más interesado en vivir que en sufrir una larga existencia de penurias en la oscuridad y uno que tomó la decisión consciente de enfrentar el mundo de los hombres con sus propias armas. Pero es inevitable que el vampiro se transforme de generación en generación, que tenga un rostro nuevo para cada forma del mal cultural que representa y que además sea un símbolo mutable de lo que consideramos maligno. Hagamos un repaso de cómo Vlad Tepes III, Principe de Valaquia, se convirtió en una celebridad pop del nuevo milenio.

El rostro del misterio

Decía Paul Barber —investigador del folclor de los vampiros del Museo Fowler de Historia Cultural en la Universidad de California— que los vampiros “son el rostro del mal que se transforma siglo a siglo”. Un planteamiento interesante que parece resumir esa visión de lo maligno —y del monstruo— como un reflejo de la sociedad que le crea, le protege y le teme. Y no obstante, el vampiro como símbolo de la aspiración elemental del hombre por la eternidad y más allá de esa tentación del mal en estado puro, parece incluso trascender a esa idea: tal vez por ese motivo, el mito del chupador de sangre ha formado parte de los temores y misterios del hombre durante casi toda su historia. Un monstruo a su imagen y semejanza, una criatura capaz de reflejar lo que somos y, también, lo que tememos ser.

El vampiro ha sido el monstruo predilecto durante décadas en todo tipo de versiones distintas. Desde los mitos históricos de orígenes confusos hasta el anti héroe predilecto de un siglo empeñado en lo superficial. Parece construir toda una hipótesis sobre la maldad basado en una idea y también en cierta expresión de la carnalidad. El vampiro es el mal que ataca, seduce y domina, y es la capacidad de lo lóbrego para reconstruir las ideas que se asumen únicas, reales y válidas dentro de un mundo dual. Con toda su carga de belleza y fatalidad, de violencia y sexualidad, simboliza las pasiones más secretas e intensas de una mirada cultural reprimida y también su aspiración a la trascendencia.

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Muy probablemente esas fueron las razones que convirtieron a la novela Drácula, de Bram Stoker, publicada en 1897 en un éxito inmediato. Eso, a pesar del revuelo que causó, de la desconfianza que suscitó entre la pudibunda sociedad londinense y el miedo que pareció encarnar en una sociedad frágil y reprimida. Porque Drácula, con toda su aparente apariencia de novela gótica al uso, es en realidad una mirada extrañamente ambigua sobre los códigos morales y sociales de una Inglaterra profundamente abrumada por las convenciones sociales.

La historia, que combina con relativo éxito el terror y lo místico, refundó la figura del vampiro y lo dotó de todo un universo claustrofóbico que aún se mantiene como principal imagen del más antiguo monstruo inmortal. Stoker, ocultista y sobre todo, profundamente enamorado de la vasta mitología del vampiro europeo, reconstruyó el mito y lo convirtió en una idea que desafiaba la visión de la época sobre el mal —esa entelequia mística profundamente social— y lo transformó en algo más complejo. En una insistente mirada sobre lo que tememos y deseamos, sobre lo que nos asusta y lo que comprendemos como parte de una idea radical sobre la malevolencia y lo maligno.

No obstante, Drácula es mucho más que su estilo en esencia costumbrista y su mirada romántica sobre la batalla del bien y del mal. En el trasfondo, subyacen todo tipo de rumores, ideas y percepciones acerca de la mitología y leyenda del monstruo bebedor de sangre, creando un meta mensaje tan sutil que en ocasiones parece confundirse con el planteamiento inicial. Porque para Stoker nada es sencillo, mucho menos evidente. Y es esa incisiva visión sobre el deseo, el dolor, la perdida y la tentación, lo que hace de Drácula una nueva percepción sobre lo maligno. Una tan vasta y destructora que convirtió al vampiro — hasta entonces, una leyenda rural que sobrevivía a duras penas al racionalismo — en una reflexión profunda sobre las motivaciones culturales del hombre de su época.

En el libro de Stoker, Drácula es un monstruo y un análisis sobre las cualidades del horror en una época aparente, disminuida por el dolor de la perdida de la inocencia y abrumada por los ídolos rotos. Stoker crea un personaje que se enfrenta al naciente ateísmo, a la angustia incidental de la locura, que proclama la idea de lo sobrenatural en el centro mismo de las nociones más elementales de lo que la sociedad percibe sobre sí misma. Y es que el vampiro de Stoker, que apenas aparece en la novela que lleva su nombre, es una especie de leyenda urbana primitiva que se enfrenta contra la incredulidad a través de la violencia. Drácula, como hombre y como vampiro, parece asumir la carga de las décadas y los terrores para sostener su visión sobre lo que somos y podemos ser. De lo que en secreto, quizás, deseamos alcanzar.

Por supuesto, Stoker no inventó la leyenda del vampiro, pero sí supo construir una nueva percepción sobre su figura que aún ahora, continúa siendo poderosa y perturbadora. Más allá de eso, el Drácula de Bram Stoker logra elaborar un manifiesto por completo nuevo sobre la maldad y la perdida de la inocencia, en un siglo que aún no se recupera de la perdida de sus máscaras favoritas y que además, era incapaz de asumir el sufrimiento de ese vacío existencial. Con su vampiro, Stoker no solo construye una percepción desconcertante para un siglo de pocas sorpresas, sino que además crea una nueva propuesta sobre lo malo que el mal puede ser. Una dimensión exquisita, lúcida y tan cerca del antiguo pecado que convierte al vampiro en maligno por el mero hecho de ser profundamente humano.

De vuelta al mito: un recorrido por los parajes nocturnos

Por siglos, el vampiro acompañó el hombre en la historia de sus temores: desde las misteriosas mujeres vampiros egipcias, que robaban a bebés recién nacido para beber su sangre y condenarlos al castigo eterno —los llamados Gules—, hasta las larvae y las Lamias griegas la figura del monstruo bebedor de sangre es común en todas las épocas.

Casi siempre relacionado con el inframundo o la oscuridad, se le describe como asesinos y también como la “maldad con rostro humano”. No sorprende, por tanto, que la mitología del vampiro se extendiera en épocas especialmente aterradoras y sobre todo, en lugares donde el temor a la muerte forma parte de la cultura.

En Europa, la primera huella histórica sobre el mito del vampiro proviene de Rumanía, en donde se le llamada Strigoï, una figura lúgubre a quien se le achacan poderes sobrenaturales y la capacidad para beber sangre de niños. En Albania, se les llamó Shtriga y Strzyga, todos derivados de la mitología romana.

No obstante, la mitología del vampiro europeo parece tener un alcance y sustancia propia: poco a poco la visión del monstruo sobrenatural que vuelve de la muerte para matar se extendió en todas las regiones de Europa del este, especialmente durante los largos años de la peste y guerras locales. De nuevo, el vampiro representa ese afán por la inmortalidad, en momentos donde la fragilidad de la naturaleza humana parecía tan inevitable como evidente.

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Sin embargo, el precedente inmediato del vampiro como le conocemos en la actualidad, es el Vrykolakas griego descrito como una criatura que volvía del descanso eterno para llevar la muerte a sus parientes, a los cuales además de beber la sangre, devoraban vivos. Se conservan cientos de pequeños grabados artesanales que muestran al Vrykolakas como una criatura de aspecto humano, que medra durante la noche y bebe la sangre de quienes conoció durante su vida. De allí la vieja costumbre de exhumar cuerpos recién enterrados para comprobar que no hubiesen sido poseídos por el mal. Ya desde entonces el vampiro se consideraba una criatura ajena al hombre, la personificación del horror y el temor, que sobrevivía a la muerte para conspirar contra la bondad y la vida. Por siglos en los cementerios en Grecia hubo grupos de vecinos que vigilaban las tumbas de los recién fallecidos, en previsión que alguno de ellos pudieran transformarse en vampiros.

También del folclore griego proviene la creencia que la existencia del vampiro tiene una directa relación con un castigo divino. Se insiste que el vampiro se crea a partir del cadáver de un excomulgado al profanar una fiesta religiosa tras cometer un gran crimen o muriendo en la soledad. También se sostenía que los vampiros podían confundirse entre los humanos hasta que la sed de sangre les delataba. También es griega la costumbre de traspasar con clavos los cuerpos y de cortar la cabeza, en un intento de detener la “contaminación” del mal que el vampiro suponía.

No obstante, al propagarse por Europa central la figura del vampiro pasó a formar parte de la mitología regional por derecho propio. Fue entonces cuando el temor del no-muerto se consideró real y fueron muchas las ciudades y pueblos que aseguraron haber sido atacados por los vampiros. Como ocurrió otras tantas veces en el pasado, los “ataques” coincidieron directamente con epidemias de peste negra y otros padecimientos semejantes lo que convirtió al vampiro en un heraldo del terror y la destrucción. Las crónicas de la época describen casi con rigor científico los cadáveres de apariencia “fresca” que solían encontrarse entre los nichos mortuorios e incluso, los ritos que los campesinos locales llevaban a cabo para enfrentarse a los supuestos ataques de las figuras vampíricas. En pleno apogeo de la Inquisición, de las luchas radicales contra el temor y la herejía, la mitología del vampiro parecía subsistir por derecho propio: la criatura que metaforizaba el terror terrenal a la muerte a través del dolor y algo mucho más primitivo: su visión elemental sobre el miedo y el sufrimiento carnal.

Porque el vampiro, al contrario de tantos otros terrores que la Iglesia y la cultura tomó por ciertos durante siglos, era una criatura carnal. Más allá de todo tipo de elocubraciones espírituales y éticas, el vampiro se construye como una visión del temor a la muerte real, a la carne que se descompone, al ritual de la muerte que toda cultura lleva a cabo. El sexual vampiro fue condenado de inmediato como tentación y más allá, como instigador del pecado. Una idea de la que pareció hacerse eco, en medio del terror general y primitivo de la muerte, la desaparición física y el sufrimiento de la enfermedad.

Incluso uno de los padres intelectuales de la Revolución Francesa, el franco-helvético Jean-Jacques Rousseau (1712–1778), meditó sobre el mito de los vampiros pero desde una aproximación moral, como si el temor y la fragilidad del espíritu humano hacia lo inevitable de la muerte constituyeran el principal motivo que construyó su figura espectral. Con su acostumbrada racionalidad, Rousseau se pregunta en una carta dirigida al arzobispo de París, Christophe de Beaumont, hasta la credulidad y el temor del hombre crea sus propios enemigos: “Si hay en el mundo una historia acreditada, ésa es la de los vampiros. No le falta nada: testimonios orales, certificados de personas notables, de cirujanos, de curas, de magistrados. La evidencia jurídica es la de las más completas. Con todo, ¿quién cree en los vampiros? ¿Seremos todos condenados por no haber creído en ellos?”, insiste Rousseau en una directo análisis de la naturaleza confusa del mito y más allá, del temor que engendra.

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Porque el vampiro, célebre ya por las leyendas que recorrían Europa y el miedo que le convirtió en un reflejo de una Europa enferma y quebradiza, pareció convertirse en algo más. En una idea esencial para comprender la psiquis de la época.
Un príncipe, una leyenda, un misterio.

Se ha especulado con frecuencia de que el personaje de Drácula está basado por completo en la figura del Príncipe Valaco del siglo XV, Vlad el empalador. No obstante una revisión del texto sugiere que Stoker no solo se basó en la siniestra figura del personaje histórico —y símbolo de poder rumano— sino también en diversas leyendas del folclore irlandés para crear un híbrido intelectual entre ambas visiones del monstruo bebedor de sangre. El punto de vista de Stoker sobre el vampiro parece más relacionado con el agresivo concepto de la sangre y la lucha contra la inmortalidad entremezclada con nociones de magia y brujería, que la simple percepción de una controvertida y oscura figura medieval.

Para Stoker —que tenía un especial curiosidad por el ocultismo y otros temas herméticos— era de especial interés revestir a su novela con cierto sustrato esencial sobre la reflexión de la vida y la muerte como etapas del ser y más allá de eso, una dimensión por completa nueva sobre la comprensión de la moral y lo sexual. Meses después de la publicación de la novela, se sugirió que la historia había sufrido todo tipo de censuras y revisiones hasta llegar al manuscrito levemente edulcorado y con toques románticos. Una versión que Stoker jamás desmintió —y tampoco confirmó— y que hizo correr ríos de tinta sobre las verdaderas intenciones del escritor con respecto a su historia más conocida.

De hecho, toda novela parece rodeada por un halo de fortuito misterio: el titulo original del primer borrador que Stoker entregó a su editor llevaba por título El no muerto — en referencia a la naturaleza monstruosa de Drácula — y era mucho más enrevesado que la estructura epistolar que más tarde adoptaría la historia. Resulta curioso que más de un investigador haya encontrado pruebas consistentes que Stoker no parecía interesado en contar la historia del Príncipe Valaco, sino en realidad concentrarse en la extrañísima visión de la vida, la muerte y el amor en la leyenda del vampiro.

En 1998, se publicaba un ensayo en el que se sostenía —y probaba— que las notas de investigación de Bram Stoker para el libro no indicaban que tuviera un conocimiento biográfico detallado ni tampoco muy amplio sobre Vlad III. Para el 2015, se ampliaba la hipótesis a que el A Dracula Handbook, en el que se analiza el hecho de que Stoker no solo no parecía especialmente interesado en analizar la vida y obra del Príncipe Valaco, sino que utilizó la mera posibilidad de su existencia para sostener una serie de ideas sobre la violencia que parecían sustentarse sobre la historia conocida sobre el héroe Rumano. Para Miller, era evidente que la mezcla entre la figura del vampiro en el libro de Stoker y Vlad III fue un añadido posterior a la primera versión de la novela original. Y aunque la académica no llega a conclusiones sobre el motivo de Stoker para revestir a su personaje de cierto peso histórico, deja entrever que el escritor estaba mucho más interesado en los símbolos y supersticiones relacionadas con el vampiro que con la identidad de uno de las figuras preponderantes de la Europa medieval.

Una curiosa estrella pop

Desde los vampiros poderosos, intelectualmente complejos y sin género de Anne Rice hasta sus versiones más benignas e inofensivas imaginadas por Stephenie Meyer, el vampiro forma parte de la cultura pop en todo tipo de reinvenciones y versiones.

Desde el vampiro como cadáver apenas reanimado por la sangre, especie de bestia violenta en busca de la muerte por necesidad, hasta la figura delicada y tristemente bella que merodea en la oscuridad de las ciudades modernas, hay cientos de miradas sobre esta glorificación de la inmortalidad emparentada de forma directa con el deseo y el sexo.

Los bebedores de sangre continúan siendo un enigma. Y quizás continúen siéndolo porque a pesar de que en nuestra época las enfermedades se comprenden bajo el microscopio y no del temor, la medicina ha prolongado la vida, y la muerte se ha transformado en algo no familiar, por lo que el vampiro sigue reflejando la cultura con mayor o menor éxito.

De ahí que su nueva encarnación sea una criatura atractiva, que lucha por el poder y está convencida merece un lugar en el mundo. Un Drácula a la medida de una generación en que el poder político lo es todo. Aún así, la figura del vampiro, el tradicional, el que se llegó a temer como monstruo inevitable en todas las épocas, continúa vivo, la borde de la conciencia y quizás muy cerca de regresar a su belleza fatal y sangrienta a la menor oportunidad.

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